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Actualizado: 4 de junio de 2025
Azorín calla; todo reposa en el limpio zaguán. El sol entra por uno de los cuarterones de la puerta en ancha cinta refulgente. Pepita mira a Azorín con sus bellos ojos azules. Y Azorín prosigue: Hace un momento, yo hojeaba este libro que Pepita tiene aquí sobre una silla. Es un libro de urbanidad para uso de las jóvenes.
Luego vuelve al lado de Azorín. El telón se ha levantado. El viejo dice: ¿Usted no conoce esta obra? Es preciosa; yo se la vi estrenar a Caltañazor, a Becerra, a la Ramírez, a la Di Franco, que entonces era una niña... Camprodón tenía mucho talento. Yo conocía también a su mujer, doña Concha...
Y de pronto suena un chirrido largo, igual, uniforme, que se quiebra a poco en un ris-rás ligero y cadencioso. Luego, otra cigarra comienza; luego, otra; luego, otra... Y todas cantan con una algarabía de ritmos sonorosos. Azorín gusta de observar las plantas. En sus paseos por el monte y por los campos, este estudio es uno de sus recreos predilectos.
Después le ha parecido bien mirar quién era el autor de este libro, y ha visto que se llama Bergier. ¿Quién es Bergier? Azorín no lo sabe, y, sin embargo, debería saber que los diccionarios biográficos dicen, entre otras cosas, de este autor que «era un lógico hábil en deducir sus ideas rigurosamente unas de las otras».
Orsi levanta la cabeza; sus ojos brillan; su mano izquierda se abate con un gesto instintivo, todo vuelve al silencio. Luego, en casa de Sarrió, los tres, en el misterio de la noche, ante las copas, bajo la lámpara, evocan viejos recuerdos. Azorín dice Orsi , ¿usted no conoció a Bottesini? Bottesini logró hacer con el violón lo que Sarasate con el violín. ¡Qué admirable!
Otras veces Azorín permanece largos ratos en una modorra plácida, vagamente, traído, llevado, mecido por ideas sin forma y sensaciones esfumadas. Cerca, en la casa de al lado, hay un taller de modistas, y a ratos estas simples mujeres cantan largas tonadas melancólicas, tal vez acompañadas por la guitarra de un visitador galante.
El comedor es una pequeña pieza blanca; en las paredes cuelgan apaisados cuadros antiguos que como están completamente negros es de suponer que no son malos ; frente a la puerta destaca un armario, en que están colocados cuidadosamente los platos, las tazas, las jícaras, guarnecidos por las copas puestas en simetría de tamaños, dominado todo por un diminuto toro de cristal verdoso como los que Azorín ha visto en el museo Arqueológico.
Cuando el sol sale, ella abre sus hojas; cuando se pone, las cierra en señal de tristeza; no vive, en resolución, sino para su amado. Es el eterno caso del villano que se enamora de la princesa. En cambio, la arrebolera tiene por el sol un profundo desprecio; cierra sus flores de día y las abre de noche. ¿Hace bien la arrebolera? Azorín cree que sí.
Azorín lo siente y se explica ahora por qué el piano estaba lleno de polvo y por qué la lámpara eléctrica del gabinete no tenía bombillas. Esta pieza, donde la buena vieja está siempre sentada, es el comedor.
Y de este modo sólo los machos fuertes triunfan y legan a las nuevas generaciones su audacia y fortaleza. ¿Es un animal nietzschano la araña? Yo creo que sí. Y entre todas las arañas hay un orden que más que ningún otro profesa en el reino animal esta novísima filosofía que ahora nos obsesiona a los hombres. Tres de estos arácnidos Ron, King y Pic ha estudiado Azorín pacientemente.
Palabra del Dia
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