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Actualizado: 26 de junio de 2025
Me asombro de su inocencia. ¡Pero si cualquiera de aquellos generales ha ordenado docenas de crímenes igualmente atroces!... No es justicia, es venganza; y más aún que esto, es envidia, amargura ante la superioridad ajena. Detestan á Castillejo porque les inspira admiración.
Pero este frío y esta repugnancia se disiparon cuando Romadonga, poniéndole cariñosamente una mano sobre el hombro, le dijo: A las órdenes de usted, amigo Costa. Lo que ahora le acometió fue una extraña sensación de terror, unos deseos atroces, de echar a correr. Levantose, sin embargo, automáticamente y, pálido y trémulo como si le condujesen al suplicio, siguió a D. Laureano.
Noto, le dije, al par que caminábamos hácia la Concordia, que la arqueología de usted tiene instintos atroces. Seria menester, amigo mio, que diese usted más humanidad á sus caballerescos antojos. No son antojos caballerescos; son quimeras artísticas. Pues seria menester que tuviese usted quimeras artísticas más amables.
Su faz resplandecía como la de un justo, aunque distaba mucho de serlo, como acabamos de ver. Después que se hartó de besar a los chicos salió del parque en una felicísima disposición de ánimo, prueba irrecusable de que un fútil suceso basta no pocas veces para acallar los más atroces remordimientos de nuestra alma.
Lo veo a usted en mal caballo, y con dolor de mi corazón tendré que ser severo; que el rey no me ha enviado para que ande con blanduras y contemplaciones. En su causa hay documentos atroces y testigos libres de tacha cuyas declaraciones bastan y sobran para enviar a la horca diez prójimos de su calibre. Yo soy muy recto, y tratándose de administrar justicia no me caso ni con la madre que me parió.
Todo se les concedió, y solo experimentaron el rigor del castigo, Luis Poma, Inca, primo del usurpador José Gabriel, y Bernardo Zegarra, su confidente, que pagaron con la vida en una horca sus atroces delitos.
Entonces, los gritos de los españoles agarrotados en medio de aquel horno, fueron tan atroces que los piratas, como a pesar suyo, lanzaron aullidos salvajes para ahogar la voz desgarradora de aquellos infortunados. El incendio estaba entonces en toda su fuerza.
Todo sea por Dios dijo, con emoción el viejo, al ver que Isidora se interrumpía para llorar . Pero ¿qué es eso, hija mía, comparado con lo que Cristo padeció por nosotros? Mi madre murió en aquellos días prosiguió Isidora, casi completamente ahogada por el llanto . Aquel día, ¡oh Dios mío, qué día!, mi padre hizo los disparates más atroces; no lloró, no se afectó nada.
¡Pobrecito mío!... ¡No pongas esa cara! Ten un poco de paciencia. Mañana; te juro que será mañana. Ella, que en otro tiempo había arrostrado con tranquilo impudor las más atroces murmuraciones, dudó y balbuceó al hablar del día siguiente. Parecía una jovencita luchando entre su amor y el miedo á perder su porvenir social.
Clementina estaba cada vez más impaciente, con unos deseos atroces de marcharse. Dejaba de hacerlo por el temor de que su padre la acompañase. El ministro se fué a los pocos minutos, repartiendo previamente otros cuantos apretones de manos con la misma distracción imponente, mirando, no a la persona a quien saludaba, sino al techo de la estancia.
Palabra del Dia
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