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Actualizado: 26 de julio de 2025
Demasiado siento lo que he hecho, dijo Roger sentándose junto á ella y ocultando el rostro entre las manos. ¡Dios me asista! En aquel momento perdí la serenidad, me olvidé de todo, y si tarda un momento más en soltaros... ¡Á mi único hermano, al hombre en cuya casa pensaba vivir y cuyo cariño ansiaba conquistarme! ¡Cuán débil he sido! ¿Débil? repuso ella.
Bien; la hablaré, pero desconfío: por lo mismo, y como esta comisión es harto delicada, quiero que esté usted presente. ¡Yo!... de ningún modo. Hay un medio: en el locutorio puede usted estar a un lado de la reja sin que ella le vea. Eso es repugnante. Necesito que usted asista a esta grave conversación... compréndame usted y disculpe como debe mi franqueza. Pero yo confío ciegamente en usted.
La fábula es, en pocas palabras, la siguiente: Pródigo, á pesar de la viva oposición de su padre, abandona su casa paterna, y se alista en una banda de soldados para correr el mundo. Acompáñale Felicero, fiel criado, á quien su padre encarga que lo cuide y asista; hácese pronto de malos amigos, en cuya compañía gasta todo su dinero, y anda en tales pasos, que al fin va á parar á la cárcel.
Por grande, por fervoroso que sea tu celo, es imposible que te ofusque hasta no dejarte comprender esto. Lo absurdo, lo inconcebible, es que me propongas que asista impávido a presenciar la vida que hacíais antes de mi llegada. ¡Ni un mal rosario había en la casa! Y vivíamos tan ricamente. Yo no puedo autorizar eso ni tolerar tus impiedades. Pues yo no quiero consentir lo otro.
Mañana, según la costumbre, esa espesa cabellera caerá bajo las tijeras; mañana, el paño y el sayal reemplazarán a esos brillantes tejidos; mañana quedará sometida a un juramento inquebrantable; pero hoy, la costumbre quiere que asista a las vanidades y a las alegrías engañadoras de un mundo que ella no conoce, como para darle un eterno y último adiós.
El saqueo... ¡Ay D. Francisco de mi alma!... Por la calle de Lepanto hemos visto bajar las turbas. ¡Pero qué fachas, qué rostros patibularios, qué barbas sin peinar, qué manos puercas!... Nada, que ahora nos degüellan. Pero la guardia de Palacio... los alabarderos... Si deben andar sublevados también... Todos son unos. ¡El Señor nos asista!
¡Más calma, más calma! es fácil de decir. ¿Cómo quieres que asista impasible a la crisis que nos aplasta? Desearía que usted tuviera en mí plena confianza respondió Juan, que evidentemente quería eludir las preguntas sobre asuntos y números. ¡Ah, mi pobre Juan! tengo absoluta confianza en ti, puedes estar seguro. Pues bien; si es así, ¿por qué se inquieta?
Sólo las viruelas y el sarampión son los que causan estragos horrorosos; bien es que éstos provienen en parte de que, pasándose muchos años sin experimentarse estas epidemias, cuando acometen, como son pocos los que viven que las hayan tenido, y se extiende prontamente el contagio, no se halla quien asista a los enfermos, porque todos huyen de que se les comuniquen, con que no es mucho que mueran casi todos, siendo maravilla el que escape alguno a esfuerzos de la naturaleza.
Palabra del Dia
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