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Actualizado: 17 de mayo de 2025


Diferente al arroyo que murmura encantador en sus cascadas de perlas, el gran río se dirige hacia el mar sin estruendo, casi sin ruido, pero llevando en su seno un ímpetu furioso; si encuentra un obstáculo, inmediatamente sus aguas lo salvan formando fuertes torbellinos donde se sumergen arrastrados para reaparecer á una gran distancia de allí.

Mariposas y libélulas, arrebatadas por la alegría de revolotear al sol, se elevan á veces hasta la zona más alta de la montaña, y sin prever el frío de la noche siguen subiendo hacia la luz; con mucha frecuencia vénse arrastrados los pobres animalillos, así como moscas y otros insectos, hacia las cumbres superiores por vientos de tormenta, y sus despojos alfombran, mezclados con el polvo, la superficie de la nieve.

Semejante posición no era en aquella época humillante, porque españoles nobles y principales no se desdeñaban de servir á Papas y Cardenales, arrastrados por el deseo de ver el mundo, por la protección que en ellos encontraban, y por la perspectiva de obtener pingües beneficios, que los reconciliaban con su estado.

En el estruendoso remolino, el agua y el aire, arrastrados á un mismo tiempo por la tromba, se confunden en una masa blanca que se agita incesantemente. Cada torrente, cambiando á cada instante de forma, es un caos en el caos. Escapándose del torbellino, el aire aprisionado levanta millares de gotas pequeñas, que al dirigirse hacia el espacio producen fina niebla que el sol irisa.

Y aun no se oyó acabar este fatal vocablo, cuando cayeron el uno en los brazos del otro, en olvido la tierra y los cielos, enloquecidos, arrastrados por esos huracanes de pasión que tornan veloces honor de varón, virtud de mujer, en flores marchitas, en muertos follajes, en huecas palabras.

Esto depende de que los cuerpos que nos rodean giran con nosotros, animados de análoga velocidad; en consecuencia, sus distancias y posiciones relativas no se modifican: las tierras, los campos y hasta el aire son arrastrados como nosotros.

Las mujeres, de mantilla blanca, le seguían desde los palcos con sus gemelos; en los tendidos de sol aplaudían y aclamaban lo mismo que en los de sombra. Hasta los enemigos sentíanse arrastrados por este impulso simpático. ¡Pobre muchacho! ¡Había sufrido tanto!... La plaza era suya por entero. Nunca había visto Gallardo un público entregado a él tan completamente.

Miraba a esas mujeres alegres, cantando todo el día, apasionadas en el baccará de la noche, con un sentimiento de real compasión simpática. No iban al infierno de Panamá, arrastrados por la sed del oro, porque, si sus amantes hubieran tenido dinero, no habrían por cierto dejado la Francia; no ignoraban los peligros que corrían, porque M. Blanchet, el ingeniero en jefe del canal, acababa de morir.

Algunos rebeldes, que no gozaban del señoril derecho de morir descabezados, fueron arrastrados por las calles, en un serón de infamia, hasta el garrote. Así quedó vengada la defensa de Antonio Pérez y roto para siempre el brío de aquel soberbio Aragón, que sólo cada tres años se dignaba arrojar en las arcas del Rey su arrogante limosna.

Del mismo modo, un indio y su mujer, remando en su piragua, á corta distancia de la catarata del Niágara, fueron cogidos en un violento remolino y arrastrados hacia la caída.

Palabra del Dia

ciencuenta

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