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Actualizado: 29 de mayo de 2025


Era la calle de los Canónigos, una de las más feas y más aristocráticas de la Encimada. Al obscurecer de aquel día no se podía pasar sin muchos codazos y tropezones por delante de la tienda triste y desnuda de Barinaga. Sus amigos, que habían aumentado prodigiosamente en pocas horas, interceptaban la acera y llegaban hasta el arroyo divididos en grupos que cuchicheaban, se mezclaban, se disolvían.

Desvanecidos por el liberalismo creciente los terrores religiosos medioevales, ha venido cesando correlativamente el terrorismo político; y el diablo cristiano sólo conserva su inmenso prestigio y el vasto rol que le crearon los visionarios de la Edad Media, en las familias aristocráticas educadas en los colegios de frailes y de monjas, y en las remotas campañas, por la crasa ignorancia.

Y tanto por el cariño que inmediatamente nació en su corazón, como por conceder un desahogo á las imaginaciones que desde hacía tiempo bullían en su cabeza, comenzó á ensayar en sus relaciones todo aquel conjunto de metafísicas amorosas y zalamerías aristocráticas de que estaban plagadas las novelas que más á menudo leía.

La primera vez que comprendí claramente las pretensiones aristocráticas de la familia de Dolorcitas, fué hablando con un empleado del almacén de don Matías, a quien yo llamaba el Almirante. Muchos domingos, al llegar a casa de doña Hortensia me encontraba con que no había nadie, y solía entrar en el almacén. Los empleados me conocían. Allí se trabajaba lo mismo días de labor que días de fiesta.

En cuanto el magnate adquirió con ella alguna confianza y penetró por su larga experiencia, más que por su ingenio, el carácter que tenía, principió a dejarse resbalar un tanto en las conversaciones, como si el desenfado para tratar los asuntos escabrosos fuese una prueba de «buen tono». Habló con gran naturalidad y como cosa corriente, de las relaciones ilícitas que sostenía la mayoría de las damas aristocráticas de Madrid. «La duquesa de Tal, ahora está enredada con el hijo del banquero Fulano.

Y la veo partir con su taima ridícula y vieja, que cubre los estragos del tiempo en su raída vestimenta; amoratadas las manos, que fueron finas y aristocráticas; metidos los pies en unos burdos zapatones; abatida al peso de su juventud fracasada, de toda su vida, obscura, truncada, deshecha.

Leonora, al cantar frente a aquel hombre famoso, al agarrar en pleno dúo aquellas manos que habían besado las reinas del arte, sentíase profundamente turbada. Era el mundo soñado en su cuartito de Milán, las grandezas aristocráticas que llegaban hasta ella en el ambiente fuertemente perfumado que envolvía a Salvatti.

Esta merced sólo la daban los reyes en pago de grandes servicios. Famosos monasterios gozaban de tal concesión, para aplicar sus productos a las necesidades del culto. Algunas veces eran conventos de mujeres los que disfrutaban dicho privilegio, y sus aristocráticas abadesas recibían sin escrúpulo el dinero de las pecadoras de «cinturón dorado». Zurita hizo gestos afirmativos.

Este suceso tuvo gran resonancia en la corte, que ya se había ocupado muchas veces de las ruidosas aventuras del príncipe. Sus duelos, sus amores, sus escandalosas fiestas, irritaban al joven emperador, empeñado en moralizar las costumbres de sus allegados. En las reuniones aristocráticas volvieron á recordarse las extravagancias de la casi olvidada Nadina Lubimoff.

Ser baronesa de Pontournant con los ochenta mil francos de renta del tío Guichard, con más la fortuna de su primo y la suya; ¡qué sueño! ¡Y este Fortunato, poco complaciente, no quería que se le hablase de tal asunto! se burlaba de las veleidades aristocráticas de Clementina y no quería absolutamente proporcionarse el ridículo de convertirse en barón de Pontournant á los cuarenta años y siendo un notable comerciante, condecorado bajo el sencillo nombre de Roussel.

Palabra del Dia

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