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Era Chichí, que parecía sentir una devoción ardiente. Ya no animaba la casa con su alegría ruidosa y varonil; ya no amenazaba á los enemigos con puñaladas imaginarias. Estaba pálida, triste, con los ojos aureolados de azul. Inclinaba la cabeza como si gravitase al otro lado de su frente un bloque de pensamientos graves, completamente nuevos.

El conde de Cotorraso persistía en defender al astro del día para excitar el ingenio de su detractor. El sol era quien animaba la Naturaleza, quien calentaba nuestro cuerpo aterido, etc.

De temor de la trompa que sonaba, Y el tropel y ruido del caballo, La chusma el fuerte ya desamparaba, Que al español no quieren esperallo. El Guayraca á los indios animaba, El español comienza á escopetallo; Mas tiene tal destreza el perro viejo, Que á su defensa hallò buen aparejo.

Viendo que hacía indicaciones afirmativas con la cabeza, el cura se animaba, añadiendo con énfasis: «Sostener otra cosa es renegar del catolicismo y volver a la mitología... esta es la cosa». Claro apuntó la joven; pero en su interior se preguntaba qué quería decir aquello de la mitología... porque de seguro no sería cosa de mitones.

De vez en cuando, el rostro lívido de aquél aparecía en la ventanilla, y sus ojos negros y hundidos paseaban una mirada angustiosa y feroz por la multitud; pero inmediatamente se dejaba caer hacia atrás, escuchando el incesante discurso del sacerdote. El cochero, enmascarado como un lúgubre fantasma, animaba al caballo con su látigo, conduciéndolo hacia el suplicio.

Mas si, por acaso, mi querida amiga, segura de mi renuncia, la toda recompensa terrestre, me permitiese desarrollar junto a usted, en un día de soledad, las agitadas confidencias de mi pecho, seguramente que realizaría un acto de inefable misericordia, como en otro tiempo la Virgen María, cuando animaba a sus adoradores, eremitas y santos, descendiendo en una nube y otorgándoles una sonrisa fugitiva, o dejando caer entre sus manos levantadas una rosa del Paraíso.

Rebosaba su cuerpo vida y salud; chispeábale en la mirada el donaire cuando éste no brotaba de sus labios; su tristeza, si alguna vez la sentía, nunca llegaba a velarle por completo la expresión risueña que animaba habitualmente su rostro, y aun al través de su melancolía dejábase adivinar su sonrisa como se presiente el sol tras una nube de estío.

Pero nada, ni un acto, ni una palabra, ni un pensamiento contaminó una sola vez ese sentimiento que nos hacía vivir. ¿De modo que al Príncipe no le faltaría razón de estar celoso? A la expresión de soberbio gozo que animaba el rostro de Vérod, sucedió un amarga contracción de desdén.

Su tío don Melchor venía a menudo a verle, y le aconsejaba que se fuese a viajar durante una temporada. Don Rosendo, asesorándose del señor de las Cuevas y de otros varios amigos, decidió trasladarse a Sarrió, por ver si con la sociedad de sus amigos el joven se animaba un poco. Salieron fallidos todos los cálculos. Gonzalo se dejó llevar a la villa sin hacer observaciones.

Solamente Raúl tenía el privilegio de alegrarla un poco; sus visitas, aunque frecuentes, resultaban para ella escasas. Cuando su elegante silueta aparecía en la esquina de la calle animaba la cara de la viuda un reflejo de vida. Siempre era ella la primera que le veía, y decía guiñando sus ojos de miope: Ahí viene don Raúl; ¿qué traerá hoy?