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Actualizado: 1 de mayo de 2025


Y el elegante torero, con su esbelta gentileza, suelta la capa sobre el hombro, avanzó hasta el altar, doblando una rodilla con elegancia teatral, reflejándose las luces en el blanco de sus ojos gitanescos, echando atrás la figura recogida, graciosa y ágil.

Estaba tan bien con el arma luciente en la mano y la mirada relampagueando como la espada; era tan fuerte y ágil, que me pareció verdaderamente un ser destacado de una de esas novelas de Walter Scott que tanto me agradan.

Pasaba Toledo la tarde y las primeras horas de la noche en el atrio, esperando siempre buenas noticias, aceptando las malas con un optimismo ágil que encontraba excusa y justificación á todo. Se iba agrandando el círculo de sus amistades.

Saber el pasado y el porvenir, nada más que eso, mi digna madre; eso es tan fácil como hacer diez nudos con el viento en popa respondió Kernok jugando con los cordones de su puñal. ¿Tu mano? Ahí va; y me atrevo a decir que no hay otra más fuerte ni más ágil. ¡A ver, pues, lo que lees en ella, vieja hada!

¡Un revólver! gritó uno; ¡pronto un revólverAl ladron! Pero la sombra, más ágil aun, ya había montado sobre la balaustrada de ladrillo y antes que pudiesen traer una luz se precipitaba al río, dejando oir un ruido quebrado al caer en el agua.

Era blanco, rubio, con ojos azules y con poquísima barba, que llevaba muy afeitada, salvo el bigotillo, tan suave, que parecía bozo y que era más rubio que el cabello. Era alto y esbelto, pero distaba no poco de ser un alfeñique. En realidad era fuerte y muy ágil y adiestrado en todos los ejercicios corporales.

Dechard, blasfemando, saltó hacia atrás, y antes de que pudiera darme cuenta de lo que iba a hacer, dirigió su arma contra el Rey, que cayó lanzando un doloroso gemido. El ágil espadachín me hizo frente otra vez, pero al volverse resbaló en el charco de sangre inmediato al cadáver del médico, y cayó al suelo.

Era uno de los asaltantes, el más ágil de todos, que se había agarrado al tejido, encaramándose por él hasta llegar á lo más alto de su tórax. Desde allí arrojó una cuerda á los que esperaban abajo, y uno tras otro fueron subiendo cinco hombres, con grandes precauciones, procurando evitar un roce demasiado fuerte al deslizarse por la curva del pecho gigantesco.

Comenzó a ir todas las tardes después de comer; crió ganado vacuno y también algunos caballos, plantó árboles, abrió canales y levantó cercas. En la casa apenas tocó. En esta nueva afición ganó su cuerpo, que se hizo más duro y más ágil, y también su carácter.

Seguimos avanzando y salimos debajo de una chimenea inclinada que formaban dos lajas de pizarra. Quedaban restos de tramos de una escalera. Recalde, más ágil que yo, trepó hasta arriba, y yo subí después de él, ayudándome de la cuerda. Estábamos entre las rocas del Izarra; nos faltaban unos metros para llegar hasta el camino del acantilado.

Palabra del Dia

ciencuenta

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