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Actualizado: 25 de junio de 2025


Después de esta reticencia, que por lo terminante parecía hija de una convicción profunda, siguió contemplando y admirando su belleza. Estaba orgullosa de sus ojos negros, tan bonitos que, según dictamen de ella misma, le daban la puñalada al Espiritui Santo.

La condesa les dejó enfrascados en ella y fue a reunirse con sus amigos en el gabinete. Núñez se mostró paradójico y chispeante como siempre, pero más delicado, más insinuante que nunca. Elena no pudo menos de reír muchas veces admirando su gracia y habilidad.

Estaba un poco pálida, y sus ojos, al levantarlos hacia Miguel, aunque sonrientes, expresaban una suave melancolía. ¿Cómo ha descansado V., Maximina? la preguntó. No he podido dormir en toda la noche respondió la niña. ¿Pues? No ... daba vueltas y más vueltas... y nada. Miguel sonrió admirando aquella ingenuidad.

El pelo negro separábase en dos crenchas sobre la frente y se perdía bajo un pañuelo blanco anudado en el mentón, volviendo a surgir atrás en forma de trenza larga y enorme, con adorno de cintas multicolores que tocaban el borde de la falda. La muchacha, con una cestilla al brazo, permanecía inmóvil en el borde de la acera, admirando las altas casas y las terrazas de los cafés.

«, hágame el favor de llevarles un recadito de mi parte dijo el galán, admirando aquel nuevo rasgo de previsión . Dígales usted lo que le parezca, y de seguro me dejará en buen lugar». Así lo hizo Benina a prima noche, y a la mañana siguiente, con la fresca, emprendió de nuevo su caminata hacia el Puente de Toledo.

La joven se animaba narrando los incidentes de la cacería. Tristán la miraba embelesado, admirando en lo íntimo de su ser la juventud, el vigor y la hermosura de su prometida. ¿Pero estás segura de que has alcanzado con los perdigones a ese ánade? ¿Cómo no, puesto que ha caído? Es que yo no creo una palabra de la eficacia de tu puntería.

El joven le guiaría en su excursión, como el cornac que va sentado en la testa del elefante. Siguiendo sus indicaciones, se metió entre las dos torres y las casas para seguir una amplia avenida. Durante varias horas Gillespie visitó la capital, admirando la audacia constructiva de aquellos pigmeos.

Conversábamos a orilla del mar, siguiendo la ondulada línea de una preciosa bahía, y admirando desde la playa, los espléndidos efectos de luz que el astro de la noche prestaba a las argentadas ondas. Yo le daba el nombre de esposa y ella repetía el mío con voz suave, angelical.

Agolpáronse los invitados en torno á la mesa, admirando los grandes platos que ocupaban su centro, como algo imposible de conquistar. Eran magníficos pasteles y pirámides de frutas enormes, que se destacaban majestuosos sobre otras cosas de menos importancia.

Paseando por los alrededores del Cenobio y admirando los vergeles que le circundaban, estuvieron Morsamor y su gente hasta que pasaron las horas del Recordatorio y volvieron al Cenobio los señores ancianos. Cosa de encanto les pareció el verlos venir. Con pausa solemne venían en dos hileras, como dos centenares de venerables viejos, vestidos de largas, flotantes y cándidas vestiduras.

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