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Actualizado: 1 de junio de 2025


Hacía medio año que había desembarcado, después de pasar ocho en un presidio de la Península. Le habían condenado a catorce, pero le alcanzaron varios indultos. El recibimiento fue triunfal. ¡Un hijo de San José que regresaba de tan heroico destierro!... No debían mostrarse menos entusiastas que los vecinos de otras parroquias, que acogían a sus verros con grandes agasajos.

En cuanto a don Sebastián, descansa, Gabriel. Nada dirá, si es que conseguimos traer a la chica. ¿Y por qué había de decir...? Hay que tener caridad con el semejante, y ellos más que nadie. Porque al fin, créeme, Gabriel... ¡hombres!, ¡nada más que hombres! Las gentes de la Primada acogían con obstinado silencio la menor alusión al prelado reinante.

Entonces era de ver la indignación con que tíos y hermanos acogían lo del abandono. ¡Otra que Dios...! ¿Y aún se quejaba? ¿Pus si no le hubiesen abandonado sería él ahora comerciante con tienda abierta? Cuanto más, estaría guardando el ganado de algún rico. A la familia, pues, debía lo que era.

Las señoritas alzaban la cabeza para recibir los saludos de la gente de los balcones, ó acogían con ligera sonrisa las ojeadas de los jóvenes agrupados en las esquinas. La emoción religiosa sólo era visible en la muchedumbre rústica que ocupaba las aceras, gentes de tez cobriza, ademanes humildes y voces cantoras y dulzonas.

Pero las siete acequias acogían estas interrupciones con furibundas miradas. Allí nadie podía hablar mientras no le llegase el turno. Á la otra interrupción pagaría tantos sueldos de multa. Y había testarudo que pagaba sòus y más sòus, impulsado por una rabiosa vehemencia que no le permitía callar ante el acusador.

El apoderado pretendía infundir ánimos a su matador, aconsejándole, como siempre, que se fuese recto al toro... «¡Zas! estocada y te lo metes en el bolsillo»; pero al través de su entusiasmo notábase cierto desaliento, como si empezara a cuartearse su fe y dudase ya de si Gallardo era «el primer hombre del mundo». Tenía noticias del descontento y la hostilidad con que le acogían los públicos.

Primos suyos eran también, y parientes en grado más o menos cercano, todos aquellos señoritos que antes le acogían con la familiaridad un tanto desdeñosa con que los aficionados de rango hablan a los toreros, y a los que ahora comenzaba él a tratar como si fuesen sus iguales.

Lo interesante era volver á contemplar su rostro, mirarse en sus ojos claros, acariciadores y graciosamente irónicos. ¡Ay, cómo le amaba!... Las amigas la acogían siempre con la misma pregunta: «¿Cómo signe el herido?...» Y ella contestaba con seguridad: «Mejor. Pronto vendrá á París.» Y pasaron meses; y llegaron cartas y más cartas de letra extraña, dictadas por él.

Estaban habituados a aquella catástrofe casi anual, la inundación era un mal inevitable de su vida y lo acogían con resignación. Además, hablaban de los telegramas recibidos por el alcalde con expresión de esperanza. Al amanecer tendrían auxilio. Llegaría el gobernador de Valencia con los marineros de guerra y se llenaría de barcas la laguna. No quedaban más que unas cuantas horas de espera.

Muchas señoras extranjeras la buscan para colocar flores en la sepultura de un jorobadito que hacía versos: el conde Giacomo Leopardi. El silencio con que acogían estas explicaciones los dos clientes le hizo abandonar su oratoria maquinal para fijarse en ellos. El señor le había tomado una mano á la señora y se la apretaba hablando en voz muy baja.

Palabra del Dia

rigoleto

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