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Actualizado: 8 de mayo de 2025
En otras ocasiones, pedía el marqués, corriendo, mil duritos para salir de un apuro. «Tómalos de un comerciante de Málaga escribía a D. Acisclo , prometiendo pagarlos en aceite dentro de dos meses, que será la cosecha».
Don Acisclo dio por evidente que tal carta sería una nueva tontería del Marqués. Sin embargo, según queda dicho ya varias veces, don Acisclo era un varón recto y temeroso de Dios; jamás faltaba a la probidad ni a la justicia, tratando de conciliarlas con su medro; y cumplía fielmente los encargos cuando el cumplirlos costaba poco o nada.
Además, ¿adónde iré yo que no esté más fuera de mi sitio, más aislada que en Villafría? ¿Dónde me presentaré que no sea mirada como una aventurera? Casi estoy fuera de toda clase social. Mis parientes me humillarían si me fuese con ellos. Si me fuese sola, dirían todos como D. Acisclo, que yo era una vaca sin cencerro.
Sabe Dios cómo se hubiera criado y lo que hubiera sido de ella si el marqués se arruina y muere de berrenchín, dejándola huérfana de edad de cinco años y no de quince. Doña Luz gustaba además de D. Acisclo. Simpatizaba con su actividad, con su amor al trabajo y con otras virtudes que en él resplandecían.
Quedose, pues, sin título. Todos en el lugar dejaron de llamarla la marquesita, como la llamaban en vida de su padre, y la llamaron doña Luz, que era su nombre de pila. Doña Luz, como buena hija, lamentó y lloró mucho la muerte del marqués; pero su humilde y cristiana resignación era grande. Con el tiempo quedó doña Luz tranquila y consolada. Vivía en casa de D. Acisclo.
Eso es: a cencerros tapados contestó doña Luz. Meditaciones El P. Enrique, según hemos apuntado anteriormente, no estaba ocioso: no limitaba la actividad de su vida a hablar en la tertulia de D. Acisclo. En la soledad de su cuarto se pasaba horas y horas leyendo y escribiendo.
Bastaba, pues, a doña Luz, para estar profundamente agradecida a D. Acisclo, la firme persuasión que abrigaba, de que con otro cualquier administrador de por allí, la ruina de su padre hubiera sido diez años más pronto, y ella no se hubiera criado como una dama elegante, en el seno del bienestar, con aya inglesa, y con todos los cuidados debidos.
Entre tanto, pasaban los días y se aproximaba el de la boda, que había de ser sin ningún aparato. Don Acisclo y Pepe Güeto, no obstante, habían hecho un corto viaje a Sevilla para comprar regalos a la novia, cada cual según sus facultades. El de D. Acisclo fue magnífico. Consistía en unos pendientes y en un broche de brillantes, que le costaron dos mil duros.
Este marqués tenía el don de errar. ¿Si se habrá compuesto de suerte que todo lo de la herencia venga a deshacerse como la sal en el agua? ¿Si encargará a su hija que traspase los millones a otro sujeto?». Mientras que D. Acisclo cavilaba, doña Luz, suspendida por un instante la lectura, cavilaba también. Una sonrisa arqueó suavemente los labios de doña Luz. Era el resultado de sus cavilaciones.
Tenía dos hijos y tres hijas, todos casados y con casa aparte, de modo que, en la soledad anchurosa de aquel inmenso caserón, doña Luz y D. Acisclo se daban mutua compañía. Rayaba ya D. Acisclo en los setenta años; pero estaba recio y bien de salud.
Palabra del Dia
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