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Con esto dio fin a su larga plática Sancho, temiendo siempre don Quijote que había de decir en ella millares de disparates; y, cuando le vio acabar con tan pocos, dio en su corazón gracias al cielo, y el duque abrazó a Sancho, y le dijo que le pesaba en el alma de que hubiese dejado tan presto el gobierno; pero que él haría de suerte que se le diese en su estado otro oficio de menos carga y de más provecho.

Pero don Jorge, que no perdía fácilmente su orientación, sabía que apenas habían hecho la mitad del viaje a Sandy-Bar, y la partida no estaba equipada ni provista para hacer alto. Sin embargo, no hizo más que recordar esta circunstancia a sus compañeros acompañándola de un comentario filosófico sobre la locura de tirar las cartas antes de acabar el juego.

Sólo hay un medio... ya os lo he dicho... acabar de una vez... cuando un enemigo se hace demasiado terrible, como, por ejemplo, la reina... No, no dijo con repugnancia el duque ; no es necesario llegar á tanto... la reina... la tenemos sujeta... esas cartas... esas preciosas cartas... ¡oh! guardadlas bien... guardadlas.

No pudo acabar. Un soldado, que había llegado a la cima, le puso el cañón del fusil en la frente, y le deshizo la cabeza, diciendo: ¡Muere, cochino! Lo mató sin hacer caso de las voces de sus compañeros, que gritaban: ¡Déjamelo a ; déjamelo a !

Había perdido en el club cuatro mil nacionales, y se me puso que con un billete de veinte, que fuera suyo y hubiera usted tocado, haría saltar la banca... y la hice saltar, tía, asómbrese... para saltar yo, después, porque ofuscado, puse cuanto había ganado a una carta, y lo perdí... ¡Ah! tiíta, el juego es así... Aquí tiene usted mi proceso hecho; la sentencia usted la ha pronunciado: si no pago mañana los treinta mil nacionales a don Raimundo, caerá la deshonra sobre mi nombre... y deshonrado, arruinado, alejado de Susana para siempre, sin ilusiones, sin esperanzas, sin porvenir... ¿qué voy a hacer? me pregunta usted; ¡hacerme justicia, tía, y acabar!

Flimnap pasó una segunda noche sin dormir. Tenía ante sus ojos á todas horas el rostro doloroso del gigante caído. Contemplaba sus manos cubiertas de sangre, su cuello surcado por dos profundos arañazos, su gesto de cólera impotente, que hacía recordar la desesperación pueril de un niño abandonado. ¡Morir así! murmuraba el vencido . ¡Acabar á manos de este hormiguero de hombres-insectos!...

Hasta en las comedias famosas, esto es, las más célebres y bellas, incurren en singulares ridiculeces. Por ejemplo, cuando San Antonio decía la confesión, lo cual acontece frecuentemente, caían todos de rodillas, y se daban tales golpes de pecho, que parecía deseaban acabar con su vida

No, no es posible... y para acabar la frase, Juana saltó al cuello de la condesa de Lerne, cosa que hizo aullar a Toby. Ven, amor mío dijo Juana tomándolo en sus brazos y cubriéndolo de caricias. Sentáronse, y la señora condesa, contestando a las preguntas repetidas de Juana, diole instrucciones sobre el modo de cuidarlo, alimentarlo, y hasta de medicamentar a Toby.

Serás mi comensal, mi amigo inseparable, mi otro yo. ¿Quieres vivir, Romagné, para ser un segundo yo? No, no; ya que he comenzado a morir, lo mejor es acabar cuanto antes. ¡Ah, pedazo de alcornoque! ¡Voy a contarte, animal, el destino que te aguarda!

En la Intendencia me han rebajado el sueldo a la mitad, y como yo no vea pronto... ¡qué porvenir!... Y no lo digo por . Poco me importa acabar mis días en un hospital; pero estos pobres niños... estos pedazos de mi corazón...».