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Mas, apenas la hubo visto Ambrosio, cuando, con muestras de ánimo indignado, le dijo: ¿Vienes a ver, por ventura, ¡oh fiero basilisco destas montañas!, si con tu presencia vierten sangre las heridas deste miserable a quien tu crueldad quitó la vida? ¿O vienes a ufanarte en las crueles hazañas de tu condición, o a ver desde esa altura, como otro despiadado Nero, el incendio de su abrasada Roma, o a pisar, arrogante, este desdichado cadáver, como la ingrata hija al de su padre Tarquino?

Yo buscaba algo extraordinario, profundamente grandioso y sublime en aquella encarnación del principio religioso que caía en mis brazos; yo esperaba un tesoro de ideales delicias para mi alma, abrasada en sed inextinguible; yo esperaba recibir una impresión celeste que transportara mi alma a la esfera de las más altas concepciones; pero ¡maldita Naturaleza!, la criatura seráfica que yo soñaba rodeada de nubes y de angelitos en sobrenatural beatitud, se deshizo, se disipó, se descompuso, como una imagen de máquina óptica cuya luz sopla el bárbaro titiritero diciendo: «buenas noches...». Todo desapareció... Las alas de ángel agitándose zumbaban en mi oído, pero yo me desencajaba los ojos mirando y no veía nada, absolutamente nada más que una mujer... una mujer como otra cualquiera, como la de ayer, como la de anteayer...

Y es que, sin duda, el alma abrasada en amor divino se manifiesta siempre de un modo misterioso y con síntomas que el observador superficial no puede apreciar. Su vestido era recatado y monjil, no siendo posible certificar que bajo sus tocas hubiera algo parecido á una cabellera, aunque nos atrevemos á asegurar que la tenía, y muy hermosa.

Arminda corre el peligro de morir abrasada en su tienda; pero Leonido, vestido como un guerrero ordinario, arrebata su presa á las llamas. La acción en el acto tercero es en el palacio de Arminda.

El pobre padre, al ver el horrible espectáculo que presentaba el cadáver de su hija, abrasada por las llamas, se detuvo horrorizado ante él, quiso hablar, pero no pudo, fue a lanzarse iracundo sobre el amante, que en actitud vacilante no sabía qué partido tomar, pero apenas dio dos pasos cayó al suelo, fulminado por una parálisis repentina, la lengua trabada, el rostro descompuesto, el cuerpo laxo y sin fuerzas.

Clara con los ojos cerrados y una leve sonrisa divina esparcida por su rostro no se hartaba de oírle. Cuando llegaron a Madrid anochecía. Las calles rebosaban de gente: las luces de los faroles comenzaban a encenderse y despedían una claridad blanca azulada al chocar con la del crepúsculo. La gran ciudad abrasada por el calor del día se preparaba con gozo a refrescarse.

El corazón y la conciencia libraban en su espíritu el mismo combate que antes riñeron la fe y la duda; pero el desenlace no podía ser igual. Sus creencias habían ido muriendo lentamente, día tras día, hora tras hora, como plantas creadas en la vida artificial y falsa de una estufa que de repente se sacan a la abrasada luz del sol y al frío azote de los vientos.

¡Adios!... mas no es posible dar un adios eterno A tu divina imágen y á tu recuerdo tierno, Que mi inmortal memoria no olvidará jamas; Delante de mis ojos siempre estarás presente, Y en mi alma, y en mi pecho y en mi abrasada mente Tu imágen deliciosa se gravará tenaz.

El Güésped le dijo muy severo que era un estudiante de Madrid, que había dos u tres meses que entró a posar en su casa, y que era poeta de los que hacen comedias, y que había escrito dos, que se las habían chillado en Toledo y apedreado como viñas , y que estaba acabando de escribir la comedia de Troya abrasada, y que sin duda debía de haber llegado al paso del incendio, y se convertía tanto en lo que escribía, que habría dado aquellas voces; que por otras experiencias pasadas sacaba él que aquello era verdad infalible como él decía; que para confirmallo subiesen con él a su aposento y hallarían verdadero este discurso.

La pobre anciana parecía irse consumiendo como haz de leña seca y menuda, abrasada por un fuego invisible. Su cuerpo endeble, pequeñuelo, e inmóvil, apenas formaba bulto bajo las ropas del lecho; la respiración era tan débil que casi no hubiera empañado la superficie de un espejo. Marcelo continuaba orando.