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En torno de la mesa, adornada de flores extrañas y chispeante de cristales y de argentería, las mujeres de dudosa moral y los amables vividores convocados por Marenval estaban agrupados en un desorden tan familiar como explicable, dada la excelencia de los manjares y la calidad de los vinos, y escuchaban á un joven alto y rubio que, á pesar de las frecuentes interrupciones de que era objeto, seguía hablando con tranquilidad imperturbable: ¡No! no creo en la infalibilidad humana; ni siquiera en la de los que tienen la profesión de dictar sentencias y que pueden por consecuencia atribuirse una experiencia particular. ¡No! no creo que en el momento en que un ciudadano como ustedes y como yo se sienta en el banco de madera de la tribuna del jurado se vea súbitamente iluminado por revelaciones superiores que le otorguen la ciencia infusa. ¡No! no creo que unos honrados padres de familia, ni siquiera los solteros, en cuanto se endosan una toga, con ó sin armiño, no sean ya susceptibles de engañarse ni de dictar sentencias discutibles.

Cuanto se diga de en este sentido es justo. ¡Pero acusarme de estafador!... Que en París contraigo deudas; que me vengo a España con intención de pagar; que un francés sale escapado detrás de persiguiéndome; que le entretengo unos días; que me endosan unas letras para que las cobre; que las cobro y pago al francés; que los acreedores de aquí, envidiosos de ver la buena suerte del extranjero, se me echan encima, me ahogan, me embargan, me despojan la casa; que mi padre se enfurece y riñe conmigo y me retira su apoyo; que el dueño de las letras me exige su dinero; que no se lo puedo dar; que le pido un plazo; que me lo niega; y tomándolo por la tremenda da parte a la Justicia; que corro y me afano buscando un prestamista, y no lo puedo encontrar; que protesto de mis buenas intenciones y de mis deseos de cumplir, y nadie me cree; que me acusan de trapisondista y de estaf... No, no lo puedo sufrir.