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Este consistía, como ya sabemos, en acciones de una fábrica de pólvora y en títulos de la Deuda. Unos y otros documentos guardábalos su madre en un cofrecito de hierro dentro de su armario. Cuando murió, el pariente de los chicos a quien correspondía la tutela vino a examinarlos y tomó nota de ellos.

Amparo no estaba inmóvil como la noche anterior; tenía un cofrecito sobre la mesa y sacaba de él papeles escritos, que leía y ordenaba. Amparo con la cabeza inclinada sobre el pecho, lloraba leyendo aquellos papeles. Lloraba de una manera desconsoladora, comprimiendo sus sollozos.

Después vi en sus manos un medallón que sacó también del cofrecito, parecía un retrato. Amparo le estrechó contra sus labios, le separó de ellos, le miró de una manera ansiosa, y exclamó: ¡Oh Dios mío, Dios mío! ¡tened compasión de ! Se puso a escribir lentamente. Con mucha frecuencia se abstraía y pasaba sin escribir un largo intervalo. Luego volvía a escribir.

Pero como Raimundo gozaba tal fama de muchacho formal, de conducta intachable, como hacía ya tiempo que manejaba y cobraba los cupones, y como en fin no le faltaban más que tres años para llegar a la mayor edad, su tío no quiso recogerlos. Los dejó en el mismo cofrecito que estaban.

Para tenerlo guardado siempre como una reliquia en un cofrecito de cristal y ponerlo al lado de mi cama; para sacarlo cuando me vaya á acostar y acordarme de ti y darle un millón de besos... ¡Calla, calla! exclamó la niña sonriendo ruborizada. El diez y seis; el treinta y nueve; el setenta pelado, y revuelvo. ¡Jesús, qué setenta interrumpió D.ª Demetria; ni una sola vez deja de salir!