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En un pueblecito de Castilla llamado Astudillo existía un convento de Carmelitas Descalzas, donde estaba de superiora una prima suya. Era un retiro dulce, remoto; no había más que diez o doce monjas: un rinconcito del cielo, como le decía cierto capellán que lo había visitado. A ése se empeñó en ir, y su confesor no tuvo al fin más remedio que ceder.

Se dice, y todos están conformes en ello, que el padre Gil llevaba a su hija de confesión a un convento de Carmelitas en Astudillo. Pues bien, excelentísimo señor... en Astudillo no hay convento de Carmelitas. ¿Quiere más el tribunal? El discurso fue corto y contundente. Al terminar se sintió un murmullo aprobador, de mal agüero para el procesado.

Procuré disimular, sin embargo, porque empezaba a tener miedo. Llegamos a Palencia y mandamos a buscar caballos para ir al día siguiente a Astudillo. Pero al día siguiente me sentí muy mal. La emoción del viaje me había descompuesto los nervios. Me esperaban, por desgracia, otras más fuertes.

Declaró que había observado relaciones extrañas entre el sacerdote y la joven, pero que en nada podían comprometer a aquél. Cuando llegaron, pidieron caballos para marchar al día siguiente por la mañana a Astudillo. Le dijo la criada que ya no se marchaban, porque la señorita estaba algo constipada y no se había levantado. Pasó a verla y la encontró pálida, pero no constipada.

Empezamos a tratar la cuestión de convento. Yo quería entrar en las Agustinas de Lancia, pero él me dijo que conocía un convento de Carmelitas en Astudillo que era el que me convenía. Era un convento que no tenía más que diez o doce monjas, muy tranquilo, muy apartado, un verdadero rinconcito del cielo, como él decía. Se ofreció a acompañarme.

Con muchas lágrimas y extremosos ademanes le rogó que la socorriese en aquel trance, que la condujese al convento de Astudillo. El sacerdote se negó rotundamente a ello. Volvió a aconsejarle calma y que buscase siempre por los medios suaves de la obediencia y la humildad ganar el consentimiento de su padre.

Sus ojos, no obstante, se entreabrían de vez en cuando para mirarle, y dejaban escapar una llamarada burlona y maliciosa. A las nueve llegaron a Palencia. Se hicieron guiar a una posada modesta. Antes de retirarse cada cual a su habitación, el P. Gil quiso prevenir todo lo necesario para emprender el viaje a Astudillo al día siguiente.