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Actualizado: 24 de junio de 2025
La ciudad estaba dormida, el mar en calma, el aire diáfano, la atmósfera serena, y en el cielo brillaban millares de millones de estrellas. Cristeta se apoyó de codos en la barandilla y aspiró con delicia el aire que venía saturado de emanaciones salinas. En vano quería serenarse. El corazón le latía como avisando un peligro, y los oídos le zumbaban remedando una canción de amor.
Y las últimas palabras de Salvatierra, de negación para lo existente, de guerra a la propiedad y a Dios, tapujo de todas las iniquidades del mundo, zumbaban aún en los oídos de Fermín Montenegro, cuando a la mañana siguiente ocupó su puesto en la casa Dupont.
Y una voz, tal vez la misma, repetía en sus oídos, que zumbaban de debilidad: «No esperéis nada. ¡Cristo ha muerto!»
Las calles estaban solitarias. Se habían ido a los campos los que horas antes las llenaban en ruidosa manifestación. Los desocupados se encerraban en los cafés, frente a los cuales pasaba apresuradamente el diputado, recibiendo al través de las ventanas el vaho ardiente en que zumbaban choques de fichas y bolas de marfil, y las animadas discusiones de los parroquianos.
Zumbaban los insectos, ebrios de calor y vida; aleteaban los pájaros, poblando el follaje de estremecimientos y suspiros; chirriaban los primeros grillos, ocultos en la hierba. El campo parecía embellecerse para ocultar en sus espesuras las caricias del amor, para arrullar a las parejas con los perfumes y cantos de su vida exuberante.
No debía dormir; no quería dormir; lo ordenaba su voluntad... Y media hora después dormía profundamente, sin saber en qué momento se había dejado rodar por las blandas laderas del sueño. Despertó de pronto, como si le hubiesen asestado un mazazo en el cráneo. Los oídos le zumbaban... Era la brusca impresión del que se duerme sin deseo de dormir y se siente sacudido por la inquietud resucitadora.
La tía, porque a pesar de la edad de su marido, estaba solevantada con lo peligroso que era, según dijeron las vecinas, que el bueno del hombre fuese a pasar las noches entre bailarinas y coristas; el tío porque, asombrado de la facilidad con que Cristeta se ganaba sus cuarenta reales, pensaba ya en el cobro de la quincena, y la muchacha porque aún le zumbaban en los oídos las palmadas.
Le zumbaban los oídos, y pensaba que si en aquel momento aquella mujer le proponía escaparse juntos al fin del mundo, echaba a correr sin equipaje ni nada, sin llevar siquiera las zapatillas; y eso que no concebía cómo hombre nacido podía echarse por la mañana de la cama y calzarse las botas de buenas a primeras.
Los cipreses agitaban su puntiagudo gorro verde como queriendo espantar las blancas mariposas que zumbaban sobre los romeros y las ortigas; los pinos extendían arriba su quitasol, proyectando manchas de sombra sobre el camino ardiente, en el cual, la tierra endurecida por el sol, crujía bajo los pies.
Zumbaban los insectos sobre las inquietas crestas de la maleza; arrastrábanse los lagartos entre las piedras; sonaban a lo lejos las esquilas con acompañamiento de balidos, y de vez en cuando, al trotar el caballo de Rafael por unos caminos que nunca habían conocido la rueda, abríase en lo alto de un ribazo la cortina de matorrales, asomando los cuernos y el hocico babeante de una vaca o el testuz curioso de un ternero que parecía extrañar la presencia de un hombre que no fuese el pastor.
Palabra del Dia
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