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MÁXIMO. Ya me voy. Hasta muy luego. Corre... Ven pronto. ELECTRA, el MARQU

EL JUDÍO. ¿No es más que eso? Adiós, joven. BLASILLO. Una palabra, no se retire tan pronto. EL JUDÍO. Hable, pero sea breve. BLASILLO. Aquí en la calle no puedo; déjeme entrar en su casa, y entonces... EL JUDÍO. ¡Que el anillo de Salomón te sirva de collar! ¡Vete! BLASILLO. Puesto que usted se niega, voy a intentar un último medio.

Voy a volver a comenzar mis herbarios destruidos y a renovar mis relaciones con esas ricas familias de vegetales entre las que, un largo alejamiento, me han hecho casi extraño. ¿Necesito decirte qué goces inexpresables me procuran esos dichosos recuerdos a los que se asocian tantos dichosos recuerdos y tantas armonías encantadoras?

Mientras los médicos no curen los resfriados, yo no creeré en la Medicina. A un amigo mío le tenían que operar de la apendicitis. Voy a quedarme arruinado me dijo ; pero no tendré más remedio que acudir a un gran cirujano. Era un amigo querido, y yo me alarmé. No haga usted semejante cosa le respondí . Llame usted a un medicucho cualquiera. Llame usted a un sastre.

Es una biblioteca maravillosa, admirablemente organizada, abierta constantemente para los poetas, y servida por pequeños bibliotecarios con címbalos que no cesan de dar música. El cuento es bonito, aunque peque de inocente, y voy a tratar de narrarlo como lo leí ayer mañana en un manuscrito de color del tiempo, que olía muy bien a alhucema seca y cuyos registros eran largos hilos de la Virgen.

Don Melchor se quedó unos momentos confundido, sin saber qué replicar. Aquello no tenía vuelta de hoja. Al cabo, levantó la cabeza con brío, los ojos brillantes de alegría: ¡Ya encontré la solución! ¿Cuál? te estás quieto en casa. Yo me voy ahora mismo a Nieva, le desafío y le mato. ¡Oh, tío, muchas gracias! Eso no puede ser replicó Gonzalo, sin poder reprimir una sonrisa.

No estés triste... Voy a inclinar mi frente, para que en ella escribas tu pregunta en un beso. Un silencio doliente responderá con vivas ternuras hechas verso. No estés triste... Yo callo porque quiero que , en la sinfonía del silencio sagrado, percibiendo el lijero temblor del alma mía, me sientas a tu lado.

22 Y ahora, he aquí, que yo atado del Espíritu, voy a Jerusalén, sin saber lo que allá me ha de acontecer; 23 mas que el Espíritu Santo por todas las ciudades me da testimonio, diciendo que prisiones y tribulaciones me esperan.

El P. Gil levantó la cabeza, y avergonzado y confuso como si tuviera que arrepentirse de algo, respondió a la huéspeda: ¿La señorita?... ¡Ah! Bien... Allá voy en seguida. Pero no se movió del sitio. Aquella llamada aumentó aún más su irritación. Estaba resuelto a no volver a verla mientras el prelado no interviniese en un asunto que tan gravemente podía comprometerle. Trascurrió cerca de una hora.

Vuelvo á recordar al lector que no pretendo bosquejar sucintamente la historia de los lugares que visito: prescindo del Paris antiguo, y voy á limitarme á reseñar algunas de sus principales maravillas: no consulto ni abro ningun libro, de memoria escribo, y solo los recuerdos dictan mis descripciones.