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Actualizado: 23 de octubre de 2025
Uno de aquellos visitantes que tanto inquietaban á la servidumbre trasladó sus libros y sus raídos trajes desde una callejuela vecina al Panteón á la vivienda señorial de los Lubimoff, instalándose en ella. Era un joven taciturno, dedicado al estudio de la química, y que no podía volver a su país.
Era realmente una aparición de esa vida oculta y situada como un pasaje obscuro tras de una fachada adornada con elegancia que recibe la luz del sol y las miradas de los honorables visitantes. Era su propia hija en los brazos de Silas Marner. Tal fue su impresión inmediata e indudable, bien que no hubiera visto a su hija desde hacía varios meses.
Adivínase un cuerpo espléndido, sobre el cual el peplo forma pliegues de una perfecta armonía. Ella se adjudica un sillón de forma griega; actitud de Tanagra. Las visitantes están maravilladas. LA SE
A pesar de la intranquilidad de su corazón, hizo, sonriendo, un signo de cabeza afirmativo, y le tendió la mano, la pequeña mano fuerte y confiada que, si él era digno, le entregaría en breve, como esposa. El salón, lleno de animación y alegría algunos minutos antes, quedó solitario y silencioso. Solamente los perfumes que flotaban aún en el aire tibio, revelaban el paso de las lindas visitantes.
Los visitantes se aturdían viendo desplegar telas y más telas, todo el pasado de una catedral que, teniendo millones de renta, empleaba para su embellecimiento ejércitos de bordadores y acaparaba las más ricas telas de Valencia y Sevilla, reproduciendo en oro y colores los episodios de los libros santos y los tormentos de los mártires.
Hablo con el héroe muchas noches, y está contento de verme en el buen camino. Miguel Fedor y el coronel se dieron cuenta, apenas llegados, de los extraños visitantes que frecuentaban el palacio. A los melenudos terroristas de otros tiempos habían sucedido numerosas echadoras de cartas, pitonisas, videntes y tétricos profesores de ciencias ocultas.
Pedro Vesín que había vuelto del palacio de Justicia hacía una hora, estaba sentado al lado del fuego y leyendo pacíficamente, cuando su criado le anunció la visita de Tragomer y Marenval. El magistrado dejó el libro, pasó al salón y dijo saliendo al encuentro de los visitantes con la mano extendida: Mi querido vizconde, y usted, primo, sean bien venidos. ¿Qué buen viento les traer?
A pesar del ambiente húmedo, un moscardón de zumbido pegajoso cruzó varias veces sobre los dos visitantes. Balas dijo lacónicamente el oficial. Desnoyers había hundido un poco su cabeza entre los hombros. Conocía perfectamente este ruido de insecto. El senador marchó más aprisa: ya no sentía cansancio.
Intentaba arrodillarse al besarles la mano, no haciéndolo porque ellos se lo impedían con bondadosa sonrisa; celebraba con un gesto de satisfacción el que los visitantes le tuteasen ante los empleados, llamándole Pablito, como en los tiempos en que era su educando. ¡Jesús y su Santa Madre, por encima de todas las combinaciones comerciales!
Pero ya los visitantes se habían colado dentro pasando por delante de doña Mónica. Buenas noches, padre... ¿Cómo sigue, padre? dijo uno tomándole la mano con ademán respetuoso. El otro vino a hacer lo mismo. Eran dos jovenzuelos exiguos y morenos, de cabellos negros ensortijados que gastaban un cuello de camisa tan descotado que casi se les veía el pecho.
Palabra del Dia
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