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Actualizado: 30 de septiembre de 2025
Pero lograré armar un gran escándalo. ¡Ah, la señora de Villanera tiene en mucho su nombre! ¡Se han cometido infamias para el mayor lustre del apellido de los Villanera!
Eso no es natural añadió ; usted no me lo ha dicho todo y el señor de Villanera debe tener algún motivo secreto para querer casarse con una muerta. En efecto respondió el doctor . Pero haga usted el favor de volverse a la cama. Es una historia muy larga. El duque volvió a arrebujarse debajo del cobertor.
»Mi querida duquesa; No dudo ya de que Germana está mejor. Nos hemos cambiado de casa esta mañana, o, mejor dicho, he sido yo quien lo he tenido que hacer todo. Tenía que arreglar los baúles, envolver a la enferma en algodón, vigilar al pequeño, buscar el coche y casi enganchar los caballos. El conde no sirve para nada; es un talento de familia. En España se dice torpe como un Villanera.
Mi habitación es la mejor acondicionada de toda la casa. Es grande como la Cámara de los diputados y está pintada al óleo de arriba abajo. Prefiero esto que el papel: es más limpio y sobre todo más fresco. El señor de Villanera me ha hecho traer de Corfú un mobiliario nuevo, de fabricación inglesa. Mi cama, mis sillas y mis sillones se pasean a sus anchas en esta inmensidad.
Si alguien hubiera dicho al señor de Villanera que la señora Chermidy le amaba por el interés, se habría encogido de hombros. Ella no le había pedido nada y él se lo había ofrecido todo. Al aceptar cuatro millones, le hacía un favor y él le estaba reconocido.
Mientras el doctor pasaba el rato inocentemente, el conde Dandolo, el capitán Bretignières y los Vitré, comían juntos en casa del señor de Villanera. Germana tenía buen apetito; pero en cambio el pobre Gastón no comía más que con los ojos. A los postres se entabló una conversación muy interesante.
El conde y la condesa de Villanera, después de un largo viaje cuya historia no ha sabido nunca París, han vuelto hace tres meses a su palacio del faubourg de San Honorato. La condesa viuda que había partido con ellos, y la duquesa que se les había unido a la muerte del duque, compartían sin celos el gobierno de una gran casa y la educación de una linda criatura.
No se podía suponer que si los señores de Villanera eran «gente bien» se hubiesen ido a otra parte. El hotel de Inglaterra, el de Albión, el Victoria, eran establecimientos de último orden, indignos de hospedar a los señores de Villanera. Dicho esto, el hotelero se acostó, y el intérprete ofreció ir en seguida en busca de informes.
Había amado al conde de Villanera sin conocerle, desde la primera vez que le vio en los Italianos. El duque no pudo menos de decirse a sí mismo que don Diego era un jayán bien dichoso. Después, y acompañándose de una mirada en la que brillaba el candor, probó que el señor de Villanera no le había dado más que su amor.
Se regocijaba al verle correr a su alrededor con todo el estruendo de una fantasía árabe. Tenía una amistad bien tierna por el doctor; el señor Le Bris, acostumbrado a hacer una corte inocente a sus enfermas, no sabía con precisión el sentimiento que experimentaba por la joven condesa de Villanera.
Palabra del Dia
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