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Actualizado: 8 de julio de 2025


Desde el balcón le vieron las dos señoras salir a la calle, pasar la acera de enfrente, mirar hacia la casa... Ocultáronse ellas entonces, y asomándose con cautela por entre los hierros, viéronle seguir, gesticulando y haciendo molinete con el bastón. A cada instante se paraba y volvía hacia atrás. Daba unos cuantos pasos y otra vez por la calle arriba.

Los del coche habían recobrado el habla al verse fuera de peligro y chillaban todos al mismo tiempo, comentando el suceso, sin acordarse ninguno de dar gracias a Dios, que les había arrancado de las garras de la muerte con un verdadero prodigio; tan sólo Kate, la doncella inglesa, encogida en un rincón, blanca cual un papel todavía, con las manos cruzadas, cerrados los ojos, inclinada la cabeza, parecía rezar entre dientes... Echaron entonces de menos a Diógenes y viéronle venir a lo lejos, seguido de Tom Sickles y el prusiano, que traía la sombrilla encarnada causa del percance.

Un día le embargaron todo, y Estupiñá salió de la tienda con tanta pena como dignidad. ii Aquel gran filósofo no se entregó a la desesperación. Viéronle sus amigos tranquilo y resignado. En su aspecto y en el reposo de su semblante había algo de Sócrates, admitiendo que Sócrates fuera hombre dispuesto a estarse siete horas seguidas con la palabra en la boca.

Hablaba Diógenes pálido y agitado, con el tono iracundo que solía usar cuando hablaba de veras, y levantándose de repente de la mesa, entróse por un cobertizo que iba a parar en las cuadras; viéronle, a poco, salir lívido más bien que pálido y dejarse caer como sin fuerzas en un banco de hierro que bajo los arcos estaba: con grandes ansias y sudores había arrojado en un rincón de la cuadra lo poco que había comido.

Entonces, los que contemplaban al marqués, esperando sus primeras palabras, viéronle inclinar la cabeza hacia atrás, soltar la copa que empuñaba su mano trémula, y, exhalando un alarido salvaje, desplomarse en el suelo, sobre el cual rebotó su colodrillo pelado y reluciente, sin que nadie hubiera podido recibirle entre sus brazos, porque entre los primeros síntomas del acceso, tan fáciles de confundir con los de una grande emoción, y la caída, no transcurrió mucho más tiempo que el que transcurre entre el fulgor que deslumbra desde el seno de la nube, y el rayo que mata.

Los muchachos lo siguieron, y entonces pasó una cosa extraordinaria, una cosa realmente extraordinaria... Viéronle alejarse por los corredores con la punta del pañuelo blanco asomando indiscretamente por el bolsillo de los faldones del jaquet... Aquel trapo cómico hacía pensar que se hubiese subido apresurado los pantalones en algún gabinete higiénico, dejando fuera una punta de las faldas de la camisa... El trapo blanco se movía conforme caminaba, como una cola sainetesca... ¡Y nadie, ni Perico Sosa, nadie se rió!

¡Váleme Dios! -dijo, así como conoció la estancia- y ¿qué será esto? que en esta casa todo es cortesía y buen comedimiento, pero para los vencidos el bien se vuelve en mal y el mal en peor. Entraron al patio principal del castillo, y viéronle aderezado y puesto de manera que les acrecentó la admiración y les dobló el miedo, como se verá en el siguiente capítulo.

Viéronle marchar todos con cierta sorpresa a causa de su manifiesta turbación: en la risa que se dibujó en la cara del ex-gobernador, quiso adivinar Miguel que había atribuido la salida a algún malestar del cuerpo.

Palabra del Dia

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