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Los marineros rojos habían muerto hacía muchos siglos; el dragón había muerto también; el tesoro debía estar aún en Formentera. ¡Ay, quién pudiese encontrarlo!... Y el rústico auditorio temblaba de emoción, sin dudar de la existencia de tales riquezas, por el respeto que le inspiraba la vejez del narrador. ¡Plácidas veladas aquéllas, que ya no se repetirían para Febrer!

Todos de sala y con larga cola, no de vestidos, sino de disgustos: en unas, porque no fueron invitadas; en las invitadas, porque no debieron serlo muchas «cursis» que lo fueron. Lo propio sucede cuando en el Casino hay veladas artístico-literarias y leen los chicos poetas de la localidad, y tocan el piano las señoritas que lo entienden.

Y desde las columnas de ellos se decían, más o menos veladas, mil insolencias; se sacaban a relucir en cuentos alegóricos muchas historias escandalosas. En esta guerra la hija llevaba la peor parte: no podía ser tan liberal como la querida. Amparo distribuía los billetes de Banco a manos llenas.

Salió de la corte en un tren mixto, que se arrastraba torpemente como reptil enorme condenado a recorrer siempre el mismo camino, saludando con silbidos estridentes los mismos lugares, deteniéndose ante los mismos sitios, hasta que al cabo de veinte horas de viaje llegó a la estación más cercana a su pueblo, para ir al cual había de atravesar una dilatada llanura, a cuya extensión ponían límite varias colinas que se divisaban a larga distancia, veladas por flotantes brumas.

¡Qué largas y qué tristes iban a ser las veladas de invierno pasadas junto al hogar en que él atizaba el fuego, manteniendo con su donaire la conversación! ¡Qué monótonas habían de parecerle las noches de verano! ¡Qué callado el silencio cuando no se oyera resonar junto al fresco brocal del pozo, ni bajo el emparrado de la puerta, el rasguear de aquella guitarra que parecía tener alma y quejarse cuando él la tocaba!

Caminando lentamente llegó por fin a los límites del bosque y desde lo alto del camino que seguía pudo ya distinguir las casas del pueblo como veladas sus techumbres por una azulada humareda. Poco a poco iban apagándose los rumores de los campos. De vez en cuando pasaban por su lado rudos leñadores que regresaban a su casa y cuyo pesado caminar se iba extinguiendo a lo lejos.

Largas y turbulentas veladas de amor, estabais lejanas, pero no olvidadas. ¡Qué impaciencia en la espera! ¡Qué alegría cuando llegaba! ¡En la posesión, qué completa entrega de alma y cuerpo! ¡Qué dulce laxitud en el reposo! Y en la despedida, ¡qué dulcísima pena! ¿Quién hacía la última caricia? Esto que era irrecordable.

El levante disminuía sensiblemente, y se veía, por las nubes que avanzaban rápidamente desde el horizonte y por las oscilaciones de la brisa, que el viento cambiaba de dirección. Las estrellas aparecieron veladas, y la noche, de clara que era, se tornó sombría.

Por estos tiempos hacía ya muchos años que se celebraban allí las clásicas veladas de San Juan y San Pedro, que tan características notas ofrecían de nuestras fiestas populares, y las cuales renuncio á describir aquí, cómo se verificaban entonces.

No asisto, por supuesto, a las veladas que allí se celebran; pero durante el día me paso largos ratos hojeando los periódicos en el salón de lectura. »He de confesarle a usted, Antoñita, que al principio me causaban indecible repugnancia aquellas doce columnas que haciéndose eco de cuanto ocurre en el mundo no me decían ni una palabra de lo que a me interesaba.