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Actualizado: 27 de junio de 2025


Al siguiente, la de Valcárcel dejó el luto, y su tío, el curador-mayordomo, y una multitud de primos, todos Valcárcel, enamorados los más en secreto de Emma, tuvieron por ocupación, en virtud de un ukase de la tirana de la familia, buscar por mar y tierra al fugitivo, al pobre Bonifacio Reyes. Pareció en Méjico, en Puebla. Había ido a buscar fortuna; no la había encontrado.

Allí acudían, como todo el mundo sabe, personajes tan arcaicos y retrógrados como D. Primitivo, don Juan Crisóstomo, el cura de Vegalora y el de la Segada; conservadores partidarios del justo medio como D. Lino Pereda, D. Ignacio Valcárcel y otros; liberales templados como D. Baltasar Rodríguez, el juez y el promotor fiscal, y, por último, republicanos federales socialistas con todas sus consecuencias como Paco Ruiz y su sabio amigo el joven krausista Homobono Pereda, hijo de D. Lino.

Parece ser que la castidad de D. Diego Valcárcel no era tan extremada como se creía; su verdadera virtud había consistido siempre en la prudencia y en el sigilo; sabía que el mal ejemplo y el escándalo son los más formidables enemigos de las sociedades bien organizadas, y él, visto que no le era posible conservarse en casta viudez, entre seducir a las criadas de casa y a las doncellas de su hija, y, tal vez, como la tentación le había apuntado varias veces a la oreja, a las respetables clientes, desamparadas señoras que acudían a su despacho en demanda de luces jurídico-morales, como él decía; entre esto y reglamentar el vicio, las inevitables expansiones de la carne flaca, optó por lo último, organizando con sabia distribución y prudentísimo secreto el servicio de Afrodita, como decía él también.

A los dos meses de matrimonio Emma sintió que en ella se despertaba un intenso, poderosísimo cariño a todos los de su raza, vivos y muertos; se rodeó de parientes, hizo restaurar, por un dineral, multitud de cuadros viejos, retratos de sus antepasados; y, sin decirlo a nadie, se enamoró, a su vez, en secreto y también sin esperanza, del insigne D. Antonio Diego Valcárcel Merás, fundador de la casa de Valcárcel, famoso guerrero que hizo y deshizo en la guerra de las Alpujarras.

La calentura de Emma no es extraordinaria; ya cede; Antonio queda sin novedad; voy a Cabruñana, le pongo las peras a cuarto a Lobato..., y me vuelvo pasado mañana con dos o tres nodrizas, a escoger, que por ahí las hay buenas. Emma no querrá, y en rigor no puede criar. Le criaremos nosotros, el ama y yo. Así como así, cuanto menos sangre de Valcárcel, mejor».

Pues dijo , siendo usted efectivamente el legítimo esposo de doña Emma Valcárcel, heredera única y universal de D. Diego, que en paz descanse, no cabe duda que es usted la persona que debe oír... lo que, en el secreto de la confesión... se me ha encargado decirle.... , señor, a ella o a su marido, se me ha dicho... y yo... la verdad... prefiero siempre entenderme con... mis semejantes... masculinos, digámoslo así.

La sociedad de la Gorgheggi las enorgullecía, como a la Valcárcel, y el respeto con que todos las trataban en el escenario y en el cuarto de la cantante, también las halagaba mucho. Serafina estaba en sus glorias, viéndose admirada y considerada por aquellas jóvenes de la aristocracia, cuyos finos modales y hasta el luto que vestían daban dignidad y nobleza a su tertulia de los entreactos.

Emma era el jefe de la familia; era más, según ya se ha dicho, su tirano. Tíos, primos y sobrinos acataban sus órdenes, respetaban sus caprichos. Este dominio sobre las almas no se explicaba de modo suficiente por motivos económicos, pero sin duda estos influían bastante. Todos los Valcárcel eran pobres.

Además, que «obras son amores». Tal vez la que más envidiaba a la de Valcárcel era la mujer del americano Sariegos, el más rico de la provincia, que podría aturdir a todos los Valcárcel del mundo envolviéndolos en papel del Estado y en acciones del Banco y otras mil grandezas; pero Sariegos no permitía tales despilfarros, que en él no lo serían, y su señora tenía que contentarse con un lujo muy mediano.

Terminada la ópera, volviéronse a su hogar los Valcárcel, o si se quiere los Reyes, aunque más propio es decir los Valcárcel por lo poco amo de su casa que era Bonifacio; despidiose del matrimonio Nepomuceno, que se acostó madurando sus planes para el porvenir, que, o él veía mal, o tenía barruntos de un cambiazo no exento de peligros.

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