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Circula por el vagón el nombre de una de las viajeras. Es una duquesa de la corte de Inglaterra, una amiga de la difunta reina Victoria, cincuenta años de historial británico encerrados en un cuerpo que debió ser hermoso y ahora aparece algo hinchado por la edad y plebeyamente enrojecido.

, , y me escribíais con más frecuencia y más detención que antes. No me quejo, pero os pregunto, ¿cuándo me presentaréis a mi cuñado? El hablaba así por broma, mas Bettina le responde seriamente: Espero que será muy pronto. M. Scott sólo ahora sabe que el asunto es serio. Bettina le pide sus cartas, al volver en el vagón para releerlas, y ve que, en efecto, en todas habla de él.

Jacinta estaba contenta, y su marido también, a pesar de la melancolía llorona del paisaje; pero como había otros viajeros en el vagón, los recién casados no podían entretener el tiempo con sus besuqueos y tonterías de amor. Al llegar, los dos se reían de la formalidad con que habían hecho aquel viaje, pues la presencia de personas extrañas no les dejó ponerse babosos.

Luego, al reclinar la cabeza en los ásperos almohadones del vagón, se acordó del suave pecho de Cristeta. La forma del recuerdo no era en verdad, muy desinteresada; pero lo cierto es que echó de menos a su víctima, cosa en él enteramente nueva. Al otro día pernoctó en Burdeos. Comió poco, callejeó sin saber por dónde, y se acostó. ¡Santo Dios qué noche!

Venía el trasatlántico a acoplarse al muelle lo mismo que un vagón se junta con el andén, y los pasajeros no tenían más que avanzar por una corta rampa para verse en tierra. Llegó el Goethe hasta el desembarcadero, después de varias maniobras de los remolcadores. Un vapor italiano acababa de despegarse de aquél y se retiraba a otra dársena, luego de soltar su cargamento humano.

Ella sentada dentro del vagón, y él de pie en el estribo, Cristeta y don Juan estuvieron hablando un buen rato y sin testigos enojosos, porque doña Frasquita no permitió que su marido fuese a la estación para despedir a su sobrina. ¿Qué día vendrás? preguntó ella a su amante. Lo antes posible.

¿Qué me dice usted de eso? ¿No es una cosa muy rara? Ignacio no contestó. Comenzaba, en efecto, a parecerle algo y aun algos extraña la conducta de aquel recién casado, que así abandonaba a su mujer la noche de novios, dejándola en un vagón de ferrocarril.

Sólo hemos visto a Tirso una o dos veces, siendo muy pequeños, y dentro de pocas horas vamos a tenerle aquí. Iré a buscarle a la estación y le conoceré por los hábitos; si no, tendrían que decirme: «ese es.» ¡Estaría gracioso que bajaran al mismo tiempo del vagón dos curas jóvenes!

Por fin, en no cuál apareció una mujer, que tenía delante una mesilla con licores, rosquillas, pasteles adornados con hormigas y unos... ¿qué era aquello? «¡Pájaros fritos! gritó Jacinta a punto que Juan bajaba del vagón . Tráete una docena... No... oye, dos docenas». Y otra vez el tren en marcha.

Fernando vio que sólo iba a tener por compañeros de viaje a los individuos de una familia. ¡Pero qué familia!... Llenaba casi todos los compartimientos del vagón, y en torno de ella y de una montaña de equipajes agitábanse más de doce servidores: porteros de hotel, camareros movilizados, mozos de carga, automovilistas. Sintióse contento de esta vecindad: empezaba a estar entre los suyos.