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Actualizado: 7 de mayo de 2025


De pronto sonó ruido de cascabeles y trallazos, y ambas mujeres vieron venir por la carretera un coche de colleras tirado por cuatro mulas y envuelto en una nube de polvo. Pocos minutos después el coche se detenía, y el amante esperado se apeaba solo, ligero y ágil, saltando como un muchacho. Felisa, sin acertar a creer lo que veía, gritó a su compañero: ¡Es él! ¡Solo! ¡Sin vendas ni trapos!

Pero en lo que las mujeres sobresalían, era en la crónica de los trapos: se habían aprendido el trousseau de memoria como el librito secreto de la Sociedad Hermanas de los Santos. Doce vestidos de calle decía una personita impertinente, de veinticinco años largos, sacando la punta de su zapato de raso por el ruedo del vestido. ¿Doce? le preguntaba la vecina, quince... ¡ya los he visto todos!

Aquel señor no jugaba limpio, y una mañana se largó dejando un pico muy grande en la casa de huéspedes, y otro pico no dónde, y picos y picos... Total, que la pobre tuvo que empeñar todos sus trapos y se quedó con lo puesto, nada más que con lo puesto, cuando lo tiene puesto se entiende. Feliciana se la encontró no dónde hecha un mar de lágrimas, y le dijo: «vente a mi casa». ¡Allí está!

Más arriba, entre aquel revoltijo de piel polvorosa, lucían los ojos de pescado, dentro de un cerco de pimentón húmedo. Lo demás de la persona desaparecía bajo un envoltorio de trapos y dentro de la remendada falda, en la cual había restos de un traje de la madre de Doña Silvia, cuando era polla.

La muchacha cantaba a media voz, sin duda por temor de interrumpir con su canto el sueño de los vecinos, y revolvía los montones de despojos con su gancho, buscando trapos que, cuando encontraba, arrojaba en la cesta. Al acercarme, el perro gruñó y adelantó hacia de una manera amenazadora. La muchacha entonces me miró y seguidamente llamó a su perro.

Cuando se cansaban de imitar á los cómicos con ruidoso choque de espadas y caídas de muerte, Ulises y otros amantes de la acción proponían el juego de «ladrones y alguaciles». Los ladrones no podían ir vestidos con ricas telas, su uniforme debía ser modesto. Y revolvían unos montones de trapos de colores apagados que parecían arpilleras.

Bien dice Quintana: ¡Ay! ¡infeliz de la que nace hermosa! Llena por consiguiente de recuerdos de grandeza, la trapera necesita ahogarlos en algo, y por lo regular los ahoga en aguardiente. Esto complica extraordinariamente sus gastos. Desgraciadamente, aunque el mundo da tanto valor a los trapos, no es a los de la trapera.

A esta hora entró una vieja que ensalmaba, y los vecinos, y comiénzanme a quitar trapos de la cabeza y curar el garrotazo. Y como me hallaron vuelto en mi sentido, holgáronse mucho y dijeron: "Pues ha tornado en su acuerdo, placerá a Dios no será nada." Ahí tornaron de nuevo a contar mis cuitas y a reírlas, y yo, pecador, a llorarlas.

Los restos de la existencia diaria, la comida y los trapos rotos, los expelía Madrid hacia lo alto; los residuos de su lujo, los muebles y las ropas, empujados por los vaivenes de la fortuna, bajaban la cuesta del Rastro para amontonarse en el estercolero de las Américas. ¡Las cosas que uno ha visto, muchacho!... ¡Si los muebles hablasen!

A diversos juicios se presta esto; pero en la imposibilidad de poner en luz de evidencia las causas de tal sibaritismo de afectos exteriores, hay que recurrir a la hipótesis, y ver en ellos algo semejante a las zalamerías que se emplean para catequizar a un empleado de Aduanas cuando se quiere pasar contrabando. Rosalía probaba el sistema pacífico y venal para el alijo de sus trapos.

Palabra del Dia

condesciende

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