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Actualizado: 9 de junio de 2025


Pero ¿depende esto de que en los dramas de Lope, Tirso, Calderon, Moreto, Alarcón y Rojas, de que en todo nuestro gran teatro español no haya más personajes que D. Juan, con tanto aliento de vida, con tanta predestinación para la inmortalidad, como los héroes shakspearianos?

Las vidas de los santos, sus martirios y milagros, que Tirso solía leerla en el Año Cristiano, traducido del P. Croisset, eran para su imaginación como novelas de interés grandísimo, y la relación de aquellos gloriosos dolores y glorificaciones se le antojaban impregnadas de encantadora poesía.

Aunque el sueño y la fatiga del viaje le rendían, no se recogió Tirso aquella noche sin escribir una larga carta, que acaso tuviera relación con la salida que hizo por la tarde. Mientras doña Manuela y Leocadia acostaban al padre, él se puso a escribir.

Lo que la dejó amilanada fue la amenaza de hablar a su marido y a Pepe, segura de que la menor reconvención de Tirso provocaría una escena agria, quizá un rompimiento y un disgusto gravísimo. ¿Qué podía hacer ella para evitarlo? Nada. Sentía impulsos de contarlo todo al llegar a casa; pero, ¿y luego?

Lo triste sería que las advertencias, los consejos, acaso las amenazas de Tirso, lograran que cayeseis en exageraciones: en cuanto a papá, y a , no hay quien nos haga, por ejemplo, ayunar, comer de viernes, ni cometer tonterías por el estilo. No creo que se meta en eso. Conviene precaverlo todo.

Salieron dos viejas y un señor muy gordo, encasquetándose un gorro negro antes de ponerse el sombrero; mas Tirso dentro permanecía. «¡Qué calma! pensaba Pepe ¡Sabiendo cómo estarán en casaDe pronto sacó otra vez el reloj y, notando que había pasado casi un cuarto de hora, se le acabó la paciencia y bajó la escalerilla: aún se detuvo unos instantes en la puerta, mas en balde.

Cuando por la noche volvió a su casa, todo estaba tranquilo; pero don José, al empezar la cena, sufrió un acceso violento, y fue necesario acostarle: Tirso hizo ademán de ir a coger uno de los brazos de la butaca para conducirlo a la alcoba con Pepe, pero éste le contuvo con sólo una mirada. Después, entre él y Leocadia, empujaron el sillón.

Su respuesta fue prueba de que comprendía cuanto había ocurrido. ¡Adiós, hijo mío: dichoso y acuérdate alguna vez de nosotros! ¡Adiós, padre; rogaré al Señor por ustedes! En seguida Tirso sacó a rastra sus dos baúles hasta el pasillo, diciendo a Leocadia: Hasta luego: ya vendrán por eso. Y bajó la escalera inmutable, con los ojos enjutos.

7 Nuestra Señora de Regla, de D. Ambrosio de Cuenca. 8 Amar por señas, del maestro Tirso de Molina. 9 Las auroras de Sevilla, de tres ingenios. 10 La Cruz de Caravaca, de D. Juan Bautista Diamante. 11 La ventura con el nombre, del maestro Tirso de Molina. 12 La judía de Toledo, de D. Juan Bautista Diamante. 1 El príncipe D. Carlos, del Dr. Juan Pérez de Montalbán.

Tirso: ¿quieres vivir con nosotros como hermano, sin acordarte para nada de que eres clérigo? No. Entonces, vete y feliz, si puedes. No exijo, aunque lo mereces, que salgas ahora mismo de casa. Mañana podrás ver a papá por última vez, aunque no creo que te importe gran cosa; pero nada le digas. Luego, te marchas cuando quieras y envías por tus ropas.

Palabra del Dia

rigoleto

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