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Actualizado: 5 de junio de 2025


Durante el largo martirio de las teclas, las exclamaciones de admiración no cesaban. «¡Qué dedos los de esta chica!... Me río yo de Guelbenzu... ¡Y qué talento artístico, qué expresióndecía el gran tuno de Ballester.

La hija mayor levantó la tapa del instrumento, quedando al descubierto el blanco teclado, semejante a la dentadura de un monstruo. Sus dedos, larguiruchos y extremadamente abiertos por un continuo ejercicio, corrieron sobre las teclas, produciendo complicadas escalas. ¿Y , no tocas? preguntó don Juan a Amparo. Nada, tío. El profesor dice que soy demasiado aturdida, y me ha declarado incapaz.

Otras veces, echando atrás su hermoso busto, como si contemplara con la imaginación salones festoneados de rosas, en los que danzasen huecas faldas, pelucas empolvadas y tacones rojos, rozaba las teclas, haciendo sonar un minuetto de Mozart, vagoroso como un perfume elegante, cual la sonrisa de una boca de princesa, pintada y con lunares postizos.

También estaba allí la nave, admirable construcción de Erard. No faltaba más que el piloto, el músico, el intérprete, bastante hábil para lanzarse al abismo con ánimo valeroso y manos seguras. Miquis sentía la inspiración en su mente; pero sus dedos, tan adiestrados en la cirugía, apenas acertaban a manejar torpemente algunas teclas, esto es, que no sabían apartarse de la orilla. Pero tocó.

La voz de Santiago, al entrar por la mañana en su cuarto diciendo: «¡Hola, Juanito! arriba, hombre, no duermas tantosonaba en los oídos del ciego más grata y armoniosa que las teclas del piano y las cuerdas del violín. ¿Cómo se había trasformado en malo aquel corazón tan bueno?

A veces, sin embargo, cuando los dedos del pianista herían suavemente las teclas en algún pasaje, se oía el ruido áspero de los abanicos al abrirse y cerrarse y sobre el murmullo tenue y confuso de los imprudentes que charlaban se percibía súbito una palabra o una frase entera que hacía volver con disgusto la cabeza de los que formaban detrás del piano.

La voz de Santiago, al entrar por la mañana en su cuarto diciendo: «¡Hola, Juanito! arriba, hombre, no duermas tantosonaba en los oídos del ciego más grata y armoniosa que las teclas del piano y las cuerdas del violín. ¿Cómo se había trasformado en malo aquel corazón tan bueno?

Un remedio á mi mal buscando en vano, ya me siento al piano y recorro con mano perezosa las teclas de marfil de uno á otro extremo, modulando en su marcha caprichosa extrañas melodías en las que siempre va del alma parte, llenas de extravagantes fantasías, sin hilacion, sin formas y sin arte, brillantes una vez y otra sombrías; canto salvaje que mi mente eleva sin que el arte lo cubra con su manto, que el viento nunca lleva á donde yo lo envío; notas de una oracion ó de un lamento que nadie escuchar quiere, y que van á perderse en el vacío ignoradas y solas, como el grito del náufrago que muere en el rumor de las revueltas olas.

No creas que olvido lo que te debo: veinte mil francos del otro día, los trescientos mil de tu madre... Todo se pagará. Miguel expresó con una larga risa el asombro que le causaba esta promesa. Decididamente, la ganancia le había perturbado el cerebro. Un piano con teclas de brillantes para el otro; ahora centenares de miles de francos para él.

Una de las cosas que más cautivaban a Jacinta era aquella costumbre de los patios amueblados y ajardinados, en los cuales se ve que las ramas de una azalea bajan hasta acariciar las teclas del piano, como si quisieran tocar. También le gustaba a Jacinta ver que todas las mujeres, aun las viejas que piden limosna, llevan su flor en la cabeza.

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