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Actualizado: 20 de junio de 2025
Luego, en voz alta, continuó: ¿Un periódico que no admite el anticipo reintegrable? Sí, padre contestó Antoniño ya medio anonadado. ¿Un periódico interrogó aún el cura que hace campaña contra el espionaje alemán? Antoniño no podía negar. El mismo, padre suspiró . ¡El mismo!... Pues, hijo mío dijo entonces el cura . Lo siento mucho, pero no te puedo dar la absolución. Antoniño se quedó aterrado.
Lanzó un poderoso suspiro como si el contacto de aquella vida extraordinaria le hubiera llenado súbitamente de aspiraciones desmesuradas y me dijo, sin contestarme: ¿Y tú? Luego, sin esperar mi contestación, continuó: ¡Ah, caramba! Tú miras atrás; no estás en París más que estaba yo en Ormessón. Tu suerte es añorar siempre y no desear nunca. Sería cosa de adoptar tu sistema.
¡Oh sí! responde ella con un suspiro; la vida es aquí tan tranquila, tan seria... No hay nadie con quien pueda uno correr como hacía yo en otro tiempo con mis hermanos. Con frecuencia he estado a punto de tomar por el cuello a un mozo del molino; pero ¡la dignidad!... ¡el respeto!... Bueno, pues ahora estoy yo dice él, riendo. Por eso fundo en ti grandes esperanzas.
Con la voz enronquecida por la emoción que le producían aquellos terribles recuerdos, Lea se calló un instante. Jacobo, impasible, no la interrumpía ya, poseído por el punzante interés del relato. Ni los sufrimientos inmerecidos de su antigua amada ni sus goces criminales le habían arrancado ni un suspiro. Había permanecido mudo ante las confesiones de celos y de traición.
Si te dijera que le queria, te diria un embuste; no le quiero, la verdad ante todo; tengo muchísimas razones para no quererle; pero desde que supe que vino de San Cloud para recoger el último suspiro de un viejo ilustre, de un hombre verdadero y honrado, no le quiero tampoco, no le puedo querer; pero no le odio.
«Lo mejor será llamar». Salió a los pasillos en zapatillas. ¡Petra! ¡Petra! dijo, queriendo dar voces sin hacer ruido. Petra, Petra.... ¡Qué diablos! cómo ha de contestar si ya no está en casa... la pícara costumbre, el hombre es un animal de costumbres. Suspiró don Víctor.
Y lo más triste de todo añadió dejando escapar un suspiro, es que, recorriendo con la memoria los años de mi vida, me convenzo de que nunca he sido joven. ¿Cómo?...
Ah, la pequeña Mabel suspiró. Ya hace ciertamente diez años desde que la vi en Manchester. Era entonces una criatura como de once años, alta, de cabellos negros, bonita, muy parecida a su madre... ¡pobre mujer! ¿Conoció usted a su madre? le pregunté con cierta sorpresa. Movió afirmativamente la cabeza, pero se negó a dar mayores informes.
Si no pone usted ahí mucho lloro, mucho suspiro, mucho amor contrariado, mucha terneza, mucha languidez, mucha tórtola y mucha codorniz, le auguro un éxito triste, y lo que es peor, el tremendo fallo de reprobación y anatema de la posteridad enfurecida.
El aya estaba sentada en su cuarto con la cabeza baja y los ojos cerrados. De cuando en cuando, su pecho se alzaba y dejaba escapar un triste suspiro. Por fin irguió lentamente la cabeza y dirigió una mirada extraviada al espacio. Una triste sonrisa vagó por sus labios; la expresión de su rostro era mezcla de sufrimiento, resignación y desprecio. Muy luego, sus sentimientos tomaron otra dirección.
Palabra del Dia
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