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Actualizado: 15 de junio de 2025
La lona subía chirriante y se hinchaba con blanca convexidad. «Ya estamos; ahora á correr.» El agua empezaba á cantar, deslizándose por ambas caras de la proa. Entre ésta y el borde de la vela veíase un pedazo de mar negro, y asomando poco á poco sobre su filo, una gran caja roja.
Era una angosta escalera de caracol. Comencé a subirla, y no terminaba nunca... Es realmente curioso pensaba mientras subía que una casa tan baja, de dos pisos, tenga una escalera tan alta... como de diez... de veinte... de cien pisos...
Al subir la escalera de aquella casa, iba a parecerle que subía los peldaños del cadalso... ¿Qué hacer, Pablo, si no? ¿qué hacer? Pero don Pablo no cedía, ceñudo e iracundo. ¡Iba a matarse, decía el niño que iba a matarse; después de asesinar a su padre, bien podía hacerlo, en desagravio! ¡y asesinado de qué manera! a traición, con alevosía.
Obedeciendo sus indicaciones, un grupo de atletas había corrido á lo alto de la mesa para manejar la grúa que subía los alimentos. Ocupando su plato-ascensor pudo llegar á la vasta planicie de madera, sin necesidad de trotar por las fatigosas espirales.
Mi tío subía la escalera envuelto en una reserva absoluta mientras que su mujer no cesaba de contarle todo lo que había visto y comprado en el día, en trapos y alhajas, colgándosele del brazo y representándole toda una comedia de cariños digna de una nieta que pretende engañar al abuelo. Subimos y entramos en el salón.
Abrió los ojos, y vio cerca de María Teresa una llama ondulante que subía hasta el techo. Un doble movimiento, arrojó en sentido inverso a Juan y a Huberto. Mientras éste tocaba apresuradamente el botón eléctrico, Juan arrancaba la pantalla de vitela que ardía, los papeles de música encendidos a su contacto y, oprimiendo todo entre sus manos, sofocó el fuego.
Iba por angosta vereda, de esas que sobre el césped traza el constante pisar de hombres y brutos, y subía sin cansancio por un cerro en cuyas vertientes se alzaban pintorescos grupos de guinderos, hayas y robles.
Cuando el cura subía la escalera para podar sus perales y sus parras, por encima de la pared divisaba las tumbas sobre las que había dicho las últimas oraciones y echado las primeras paladas de tierra.
Recostada en la silla, gozaba beatíficamente del triunfo, exponiendo a la admiración de los inquilinos de las lunetas el cuerpecillo ajustado, púdico, la línea fugitiva que se elevaba desde la cintura al hombro, el gracioso manejo de abanico, el movimiento delicado con que subía los gemelos a la altura de las cejas.
Di, ¿se lo has dicho? No le he dicho eso, señora, ni había para qué replicó Benina, viendo que Doña Francisca se excitaba demasiado, y que toda la sangre al rostro se le subía. Pero tú no recordarás lo que hicieron conmigo él y su mujer, que también era Alejandro en puño. Pues cuando empezaron mis desastres, se aprovechaban de mis apuros para hacer su negocio.
Palabra del Dia
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