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Actualizado: 15 de junio de 2025


Recordé que aquel viejo era el mismo que encontramos Recalde y yo cuando, después de nuestra expedición al Stella Maris, anduvimos buscando al que tenía la llave de la lancha que solía estar atada en la punta del Faro. Pregunté al viejo cuándo volvería el señor, y me dijo que por la tarde, a eso de las cinco.

Así para . En medio de los martirios de la vida, me refrescas y alientas con el aire de tus alas, porque si partiste en tu forma humana al viaje sin retorno, siento la venida de tu sér inmortal, cuando las fuerzas me faltan o cuando el dolor tiende hacia el negro arco. Entonces, Alma, Stella, oigo sonar cerca de el oro invisible de tu escudo angélico.

Los había también modernos o modernizados, donde sonaban en el piano los valses de moda o los trozos más notables de las zarzuelas estrenadas en Madrid recientemente, cuando no se cantaba el Vorrei morir, o La stella confidente, u otra de las piezas que los italianos componen para recreo de las familias sensibles de la clase media.

Entre los tres, tirando de la amarra, pudimos extraer del agua la chanela sumergida; pero no teníamos fuerza para subirla hasta la cubierta del Stella Maris, y fuimos llevándola hasta el lado donde no azotaban las olas, entre el barco y Frayburu. Así dejamos el bote, medio atado, medio sostenido en el agua.

Amparo desdeñó el consommé; pero cuando trajeron unos filetes de boeuf macédoine se colmó de tal modo el plato que los amigos comenzaron a darse de codo y a reir. ¡Ah! ¿vosotros pensáis que soy una niña tísica de las que cantan La Stella confidente?... ¡Ya veréis, ya! Rafael sacó la conversación del duque de Requena, pero la Amparo cortó las bromas. Vamos, dejadle en paz.

No pudieron explicar lo que había pasado con los demás marineros. Sin duda la tripulación del barco, dándose cuenta del peligro antes que el capitán, se apoderó del bote, que chocó con algún arrecife y se fué a pique. Días después, pasado el temporal, se intentó sacar de los escollos al Stella Maris; pero fué imposible.

Con un trozo de amarra pude defenderme y hacerlas huír. ¿Qué pasa? gritó Recalde. Nada dije yo . Son pájaros. Se puede subir. Echa esa cuerda. Les eché una cuerda, que ataron al Cachalote, y luego, saltando como yo, de una piedra en otra, subieron al barco. Tomamos posesión, solemnemente, del Stella Maris.

Lo recitó de buena fe, con la convicción de que estaba trabajando por la gloria de su país. Celebraba la llegada del grande hombre como la aparición del día, con enfático lenguaje: «Egregio professore: Voi siete come la stella del mattino...». Y mientras aplaudían los compatriotas, «la estrella de la mañana» acariciábase las barbas y se afirmaba los lentes pensando en su contestación.

Aparecía calzado sólo en el pie derecho; le faltaba la mano del mismo lado y tenía el rostro carcomido. Sentí verlo, porque después, durante mucho tiempo, se me venía su imagen a la memoria. Cuando vi que el Stella Maris quedaba abandonado, se me ocurrió el proyecto de ir hasta él y reconocerlo. Tenía la ilusión de que, por una casualidad, pudiese quedar a flote.

De los dos hombres, uno era alto, viejo, de sotabarba, vestido de negro, con gorra; el otro, pequeño y moreno. La mujer llevaba un niño en brazos. Zapiain, el relojero y corredor de comercio, se entendió con ellos. Eran bretones, no hablaban mas que su idioma y algo de francés. La goleta se llamaba Stella Maris, y era de la matrícula de Quimper.

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