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Actualizado: 27 de junio de 2025
Gabriela escribía en la arena, con la contera de la sombrilla, una letra, una letra, que brilló ante mis ojos como si fuera de fuego. Me dolió el corazón como si me le mordiera una víbora. ¡Tuve celos, celos horribles! ¿En quién pensaba la señorita? Aquella letra era la primera de un hombre amado, y ese nombre... ¡no era el mío! ¿Cómo a mí? repitió la doncella. ¡Cómo a usted, Gabriela!
La mayor hablaba mucho y reía sin cesar; la segunda, más dócil, imitaba a su hermana en todo. Como eran lindas y se mostraban siempre amables, los jóvenes declaraban que las adoraban; a pesar de esto, hasta entonces ninguno se había presentado como pretendiente. Cerca de las mesas, la señora d'Ornay, coloreada por el reflejo de su sombrilla, daba audiencia a Max Platel.
D. Laureano Romadonga iba de paseo en la misma dirección en compañía de su querida; una nodriza delante llevando en brazos un niño. La chula vestía ya de señora con capota y sombrilla: no le sentaba mal. Por iniciativa de Rivera, al tiempo de cruzar a su lado sacaron todos la cabeza por las ventanillas y gritaron: ¡Adiós, D. Laureano! ¡Adiós! El viejo seductor saludó visiblemente molestado.
Manejaba con torpeza la cerrada sombrilla, y de vez en cuando miraba con ansiedad la doble cadena de oro que descendía del cuello a la cintura, como si temiese la desaparición de un regalo largamente solicitado. Rafael dejó de examinarla para fijarse en su señora.
La doncella de la señorita Guichard le traía en una bandeja. Decididamente, Herminia estaba prisionera. No la encerraban con llave, pero estaba, sin duda, estrechamente guardada. Resolvió cerciorarse y á eso de las dos cogió el sombrero y la sombrilla y bajó. Al penetrar en el vestíbulo encontró á la doncella cosiendo al lado de una mesa.
Sus ademanes eran vivos, se movía mucho y jugueteaba rápidamente con el mango de la sombrilla; su voz, aunque dulce, denotaba carácter hecho a dominar y vencer.
Señorita, vengo a darle cuenta del billete que me entregó por la mañana. ¡Ah! sí... el billete... ¿De cuánto era? De diez duros. Bien, ¿qué ha comprado V.? Los botones para el vestido de la niña, han costado veintisiete reales... ¿Qué más? La sombrilla de miss Ana, que he pagado yo; no la han querido dar menos de tres duros. Bien; son cuatro duros y siete reales.
Y satisfecha de este caritativo deseo, se removió en el asiento, enderezó la sombrilla, y quedó inmóvil, con los morros apretados, fingiendo no ver ni oír al Ingeniero y sus parientes. El chamarilero, sentado en el sillón, aconsejaba a su sobrino dónde debía hacer las compras. La tienda de la Ribera de Curtidores era ahora de sus hijos; se la había traspasado para quedar en completa libertad.
La vació sobre el delantal de la asombrada campesina, dio algo también al ermitaño, que no manifestaba menos sobresalto, y abriendo la sombrilla roja emprendió la marcha seguida por la doncella. Al pasar frente a Rafael, contestó al sombrerazo de éste con una inclinación elegante, casi sin mirarle, y comenzó a bajar la pedregosa pendiente de la montaña.
Te has burlado de mí... ¡Y yo que te creía distinto a los demás!... ¡Ah, si estuviésemos solos!... ¡Si estuviésemos solos! Oprimió convulsivamente el puño de la sombrilla que le servía de apoyo, mientras un fulgor de acometividad pasaba por sus ojos. Resurgió en ella la educación de los primeros años.
Palabra del Dia
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