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Actualizado: 21 de mayo de 2025
Al decir estas últimas palabras, la niña se ruborizó hasta las orejas. Pues tengo noticia de que es usted aficionada a darlos. ¡Oh, no! Eso dice mi amigo Ramón. El rostro de Esperancita se oscureció al oir este nombre. Una arruguita severa cruzó su frente virginal. No sé por qué lo dice. ¿No le remuerde a usted nada la conciencia? Ni pizca. ¡Oh, qué corazón tan emperdenido! ¿Por qué?
Moreno gastaba y gastaba mientras tuvo que gastar, y yo le iba enseñando los placeres de la vida. ¡Pobre tonto!... Quedó encogida en su asiento y con la cabeza baja después de hablar así. Parecía haberse empequeñecido. Al levantar los ojos encontraba la mirada severa del español y volvía á bajarlos, fijándolos en la botella.
La belleza severa y correcta de aquella religiosa y su mirada límpida y firme le causaban una impresión que no se explicaba. En su pecho nació cierta inclinación extravagante hacia ella y vivo y ardiente deseo de ser su amiga o más bien su discípula, de postrarse ante ella y decirle: «¡Enseñadme, dirigidme!» ¡Oh, si le permitiera darle un beso por pequeño que fuese!
A nadie contrariaba; con nadie reñía; tenía el talento de saber callar, siempre temeroso de que le conocieran, empeñado en ser un arcano para todos, sonriendo, poniendo paz, tratando de conciliar sus deseos y sus malas pasiones con los preceptos de la moral más severa, el cumplimiento de la ley divina con la utilidad y conveniencia propias.
Sin preocupaciones del porvenir, ignorando las cosas del mundo y encerrando sus pensamientos en el horizonte limitado por sus miradas, no deseaba otros placeres que una hermosa jornada de caza, una lectura de Lamartine o un paseo por el mar. Era un corazón virgen, un alma severa y blanca como esas bellas hojas de papel que invitan a la pluma a escribir.
Y las dos señoras iban á ver unas pinturas borrosas que demuestran cómo no hay nada nuevo y original en este mundo: figuras amarillentas y desnudas, iguales á primera vista, sin otra novedad que el exagerado abultamiento del sexo diferencial. Media hora después, Ulises abandonó su banco con las ojos fatigados por la inmovilidad severa de las ruinas.
Puede usted cerciorarse. Entonces, no tengo nada más que decir. Se separó los faldones de la levita, y, lanzando una mirada severa al acusado y a su defensor, se sentó. Karaulova esperaba. La situación se iba haciendo ridícula.
Se vestía con severa elegancia y notable sencillez. Era religiosa sin afectación ni fanatismo.
En mi sentir, tan perverso y tan insufrible es Baudelaire componiendo su letanía diabólica y otras lindezas de las Flores del Mal, como no pocos poetas, que andan por ahí presumiendo de religiosos y de moralistas, y que escriben, sin pizca de verdadero sentimiento, odas á Dios, á la virtud y á la vida monástica, ó narraciones y dramas de severa moralidad aparente, cuyos personajes no pueden menos de ser contrahechos, monstruosos, cursis, y como en la vida real no se estilan ni se estilaron nunca.
Hablando con sus correligionarios, se enteró de muchas cosas; supo que Corfú era un excelente país, una verdadera tierra de promisión en la que se vivía muy barato y en la que sería rico con 1.200 francos de renta. Se enteró también de que la justicia inglesa era severa, pero que con una buena lancha y dos remos se podía escapar a la persecución de la ley.
Palabra del Dia
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