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Actualizado: 21 de mayo de 2025


En llegando a la ciudad de Valladolid dijeron al ayo que querían estarse en aquél lugar dos días para verle, porque nunca le habían visto, ni estado en él. Reprehendiólos mucho el ayo, severa y ásperamente, la estada, diciéndoles que los que iban a estudiar con tanta priesa como ellos no se habían de detener una hora a mirar niñerías.

Lo que puedo afirmar es que el perfume agreste del país, su severa suavidad, los olores de vivificante amargura que constituyen el encanto de sus matorrales, la flora de las landas, la de los méganos, mucho han contribuido á dar animación al libro en cuestión, prestándole su sabor, que nunca desaparecerá. Los moradores están en su sitio en medio de aquella naturaleza. No son vulgares ni groseros.

La voluntad y la palabra reaparecieron; pero sólo fue para decir: «Soy ángel... ¿no lo ve?...». Pero yo quisiera... Interrumpió a la señora la aparición del Padre Nones, que no cabía por la puerta, y tuvo que inclinarse para poder entrar. Toda la estancia se llenó de una negrura triste y severa. «Aquí estoy, maestra» dijo el anciano, y la dama se levantó para dejarle el asiento.

Los piadosos sentimientos de los dos novios, junto con la austera educación que les dieron, hizo que su cariño fuese siempre puro y limpio, fundando la inalterable unión de sus corazones, no sobre los efímeros sentimientos de un atractivo puramente humano, sino sobre una fe común y la severa observancia de todas las virtudes que esta fe enseña.

Ahora todo eso estaba iluminado por los rayos de la aurora que doran el cielo de la infancia, pero más entrado el día de la existencia terrenal, pudiera ser fecundo en torbellinos y tempestades. La educación de la familia era en aquellos tiempos mucho más severa que ahora.

La severa vigilancia á que estaban sometidas las mujeres, acrecía las dificultades de llegar hasta ellas; excitaba los celos y el disimulo cuando intervenía la presencia de un tercero, y extremaba todo esto la violencia del amor, é inflamaba con más fuerzas los deseos.

La llanura desnuda y severa no tenía ya ni una pizca de rastrojo seco que recordara el verano ni el otoño y no mostraba ni una sola hierba nueva que hiciera esperar la vuelta de las estaciones fértiles. En la lejanía distinguíanse muchas parejas de bueyes de pelo bermejo, arrastrando los arados, hundidos en la tierra negruzca, con movimiento lentamente uniforme.

No tenía la expresión dulce de los ojos de María Teresa, sino una mirada fría, severa, que parecía reprochar a Juan la audacia de su evocación. Y trastornado por aquella dualidad de sensaciones que simultáneamente lo afligían y le daban vagas esperanzas, recorría el jardín como un loco. En su paseo incierto llegó cerca de la casa.

Publicó un extenso artículo titulado «Los traidores a la patria», comentando y abultando la noticia de los periódicos bonaerenses... Y al final agregaba que, según datos enviados por sus bien informados corresponsales de la capital federal, ellos conocían los nombres de los oficiales indignos, tan severa y justamente acusados... Aunque no se pudiera todavía afirmar con seguridad, parece que entre ellos figuraba el capitán P. Era sin embargo de desearse que sólo por un error judicial y militar se incluyese en la ignominiosa lista el nombre de este oficial, amigo de una de las más respetables familias de la localidad.

Entonces son las matanzas de septiembre y la exposición en el mercado de pirámides de cabezas humanas. Quedaban en La Rioja, no obstante de la orden de Facundo, una niña y un sacerdote: la Severa y el padre Colina.

Palabra del Dia

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