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Actualizado: 21 de junio de 2025
Pasó dos días don Bernardino en cama, quejándose de dolores en los riñones, en la nuca y sobre todo en la cabeza; decía que por allí dentro le andaba una docena de demonios, dándole patadas en los sesos y martillazos en las sienes.
Don Quijote necesitaba aquel horizonte, aquel suelo sin caminos, y que, sin embargo, todo él es camino; aquella tierra sin direcciones, pues por ella se va a todas partes, sin ir determinadamente a ninguna; tierras surcadas por las veredas del acaso, de la aventura, y donde todo cuanto pase ha de pareer cobra de la casualidad o de los genios de la fábula; necesitaba de aquel sol que derrite los sesos y hace a los cuerdos locos; aquel campo sin fin donde se levanta el polvo de imaginarias batallas, produciendo, al transparentar de la luz, visiones de ejércitos de gigantes, de torres, de castillos; necesitaba aquella escasez de ciudades que hace más rara y extraordinaria la presencia de un hombre o de un animal; necesitaba aquel silencio cuando hay calma, y aquel desaforado rugir de los vientos cuando hay tempestad; calma y ruido que son igualmente tristes y extienden su tristeza a todo lo que pasa, de modo que si se encuentra un ser humano en aquellas soledades, al punto se le tiene por un desgraciado, un afligido, un menesteroso, un agraviado que anda buscando quien le ampare contra los opresores y tiranos; necesitaba, repito, aquella total ausencia de obras humanas que representen el positivismo, el sentido práctico, cortapisas de la imaginación, que la detendrían en su insensato vuelo; necesitaba, en fin, que el hombre no pusiera en aquellos campos más muestras de su industria y de su ciencia que los patriarcales molinos de viento, a los cuales sólo el lenguaje faltaría para ser colosos, inquietos y furibundos, que desde lejos llaman y espantan al viajero con sus gestos amenazadores.
El tenía que ser rico, abrigaba el firme propósito de serlo y lo sería. Y del modo más fácil, sin matarse trabajando, ni vaciándose el cerebro; sin que sufran ni los brazos ni los sesos; juego a la alza, sube el oro, gano; juego a la baja, baja el oro, gano. Y se necesita ser muy torpe y muy desgraciado, para que suceda lo contrario. Si la suerte le favorecía, bueno; si no... se pegaba un tiro.
Hombre: eso es extraordinario. ¡Y todo por María de las Nieves!... Pero todo se acabó, amigo mío. El mundo se me ha caído encima. ¿No lo ve usted, no lo ve usted caer a pedazos sobre mi cabeza? ¿No ve usted estas montañas que me machacan los sesos? Mi cerebro hecho trizas salta en piltrafas mil y salpicando se esparce por las paredes... aquí... allí... más allá. ¿No lo ve usted?
Sentí otra vez un dolor en el corazón, como si mi conducta hacia mi hermana fuera falsa y cruel. Y continué devanándome los sesos hasta que vi claramente que sólo las cartas eran culpables. «¿No es por su bien por lo que escribo y por lo que guardo silencio?» me pregunté. Pero mi conciencia no se dejó seducir. No.
Arevalo gallardo vá hiriendo La gente que jamas fue conquistada; El hierro de su lanza va tiñendo En sangre con los sesos mixturada. Con fuerza vá Aguilera descubriendo Aquí, y acá y allá de una lanzada: Al indio deja tal, que parecia Que el indio só la tierra se hundia.
Estuvo con un humor de mil diablos todo el Jueves y Viernes Santo. El Sábado, a poco de entrar en la oficina, le llamó Villalonga a su despacho. Rubín se dirigió allá palpitante de emoción. «¡Dios! se decía ; ¿será para darme la secretaría? ¡Qué cuña, si no es para esto, qué cuña, ya no aguanto más! En cuanto salga del despacho del jefe, me levanto la tapa de los sesos, como hay Dios.
Sobre esto le diría algo sustancioso aquel sagaz conocedor del corazón humano y del mundo, porque ella se devanaba los sesos y no podía dar con la razón de que la mona le trastornase su espíritu. Si era ángel, ¿por qué la hacía mala? ¿Por qué era con ella lo que es el demonio con las criaturas, que las tienta y les inspira el mal? Luego no era ángel.
Vengo de casa del señor de Viruta decía, por ejemplo, muy serio. Y usted, que no conocía á semejante persona, se devanaba los sesos inútilmente por averiguar quién era, hasta que el otro, extrañándose de tanta torpeza, le decía que el señor de Viruta era Fulano de Tal.
Siguieron andando, acercándose a la linde del bosque, donde concluía el huerto. Me están saqueando, me comen vivo..., y cuando pienso en que esa tunanta me aborrece y se va de mejor gana con cualquier gañán de los que acuden descalzos a alquilarse para majar el centeno, ¡tengo mientes de aplastarle los sesos como a una culebra!
Palabra del Dia
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