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Actualizado: 2 de junio de 2025
Mientras los recién llegados se sentaban en los duros y estrechos bancos contiguos a la mesa, don Zambombo entró en la bodega, de la que salió al cabo de un cuarto de hora con un gran jarro de vino blanco en una mano, y en la otra un vaso de vidrio sucio.
En la pomarada del capitán, debajo de los árboles, se había colocado una mesa á la cual se sentaban hasta una docena de comensales. Procedían casi todos de la Pola. Sin embargo, había un ingeniero de Madrid y un químico belga. Pocos días hacía que habían llegado á Laviana para dirigir los trabajos de las minas recién abiertas sobre la aldea de Carrio.
No terminé la frase, pero la adivinó, porque dijo en seguida: No, señor, no: ¡jamás!... Y dirigió al cielo su mirada, ignoro si para tomarlo por testigo o para implorar su protección. En aquel instante se oyó una voz avinagrada: era la de la Vizcondesa. El general tenía frío: las emanaciones del lago le sentaban mal y era necesario partir.
Entonces comenzó para ésta una vida bien miserable. Tristán apenas le hablaba: algunas veces se sentaban a la mesa y se levantaban sin haber despegado los labios. Sólo se dirigía a ella alguna vez cuando necesitaba desahogar su mal humor para reprenderla ásperamente, para injuriarla también en ocasiones. La joven contestaba a estas violencias con lágrimas y sollozos.
Español era él también, y su padre, y su madre; pero él no salía por las islas Lucayas a robarse a los indios libres: ¡porque en diez años ya no quedaba indio vivo de los tres millones, o más, que hubo en la Española!: él no los iba cazando con perros hambrientos, para matarlos a trabajo en las minas: él no les quemaba las manos y los pies cuando se sentaban porque no podían andar, o se les caía el pico porque ya no tenían fuerzas: él no los azotaba, hasta verlos desmayar, porque no sabían decirle a su amo donde había más oro: él no se gozaba con sus amigos, a la hora de comer, porque el indio de la mesa no pudo con la carga que traía de la mina, y le mandó cortar en castigo las orejas: él no se ponía el jubón de lujo, y aquella capa que llamaban ferreruelo, para ir muy galán a la plaza a las doce, a ver la quema que mandaba hacer la justicia del gobernador, la quema de los cinco indios.
A Miranda le sentaban bien las aguas: desaparecían los tonos marchitos de su piel, bajo la cual comenzaba a infiltrarse un poco de sangre y grasa, dándole esa frescura trasnochada, gala de las cincuentonas obesas que están todavía de buen ver.
Hay que hacerle justicia, sin embargo: nunca había atacado las plazas de sus pares, esto es, de los hidalgos de Laviana. Solamente á las del paisanaje llevaba la ruina y devastación. Por eso quizá disfrutaba aún de la luz del sol, tan cara á los mortales. Todos estos señores y los demás que se sentaban á la mesa del capitán compartían las ideas del joven Antero.
Y mientras se sentaban, miró con terror al amigo de su sobrino, que era lo mismo que un buey puesto en dos pies, y pensaba que si el apetito correspondía al volumen, todo lo que en la mesa había no bastara para llenar aquel inmenso estómago.
Don Álvaro Mesía era más alto que Ronzal y mucho más esbelto. Se vestía en París y solía ir él mismo a tomarse las medidas. Ronzal encargaba la ropa a Madrid; por cada traje le pedían el valor de tres y nunca le sentaban bien las levitas. Siempre iba a la penúltima moda. Mesía iba muchas veces a Madrid y al extranjero. Aunque era de Vetusta, no tenía el acento del país.
Los consumidores se sentaban bajo un toldo de lona, ante cajas que habían contenido ferretería ó municiones y hacían oficio de mesas. Esta miseria estaba compensada por los precios. En ningún Hôtel-Palace obtenían las bebidas un valor tan extraordinario.
Palabra del Dia
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