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Actualizado: 2 de junio de 2025


Pero no hace calor continuaba mi tía, y ¡es sorprendente! en mi tiempo, por Pascua, ¡ya nos vestíamos de blanco! ¿Os sentaban los trajes blancos? preguntábale yo rápidamente. Mi tía que no dejaba de prever alguna impertinencia, me dirigía una mirada preventiva antes de responder: , por cierto; bastante. ¡Oh! exclamaba yo, con un tono que no permitía ninguna duda a cerca de mi íntima convicción.

Venían después las oraciones de pura devoción, y mientras duraban, las vecinas se sentaban en el suelo y las cuatro hermanas en sus sillas.

Pero no tardó en encariñarse con la Fábrica, en sentir ese orgullo y apego inexplicables que infunde la colectividad y la asociación, la fraternidad del trabajo. Fue conociendo los semblantes que la rodeaban, tomándose interés por algunas operarias, señaladamente por una madre y una hija que se sentaban a su lado.

Familias de las más empingorotadas del comercio le sentaban a su mesa, no sólo por amistad sino por egoísmo, pues era una diversión oírle contar tan diversas cosas con aquella exactitud pintoresca y aquel esmero de detalles que encantaba. Dos caracteres principales tenía su entretenida charla, y eran: que nunca se declaraba ignorante de cosa alguna, y que jamás habló mal de nadie.

Pero cuando gozaba extremadamente era por las noches, después que, oído el toque de ánimas y rezadas las oraciones de costumbre por el mayorazgo, á quien contestaban unísonos todos los de la casa, se sentaban en el ancho balcón del mediodía.

Los capitanes de trasatlántico lamentaban sus lujosos camarotes convertidos en dormitorios de tropa, sus cubiertas charoladas, que habían pasado á ser establos; sus comedores, donde se sentaban antes las gentes con smoking ó escotadas, y debían ser regados ahora con toda clase de desinfectantes para repeler la invasión de chinches y piojos, los olores animales de tantos hombres y bestias amontonados.

Al lado de él, como si la afinidad de gustos les impusiese este contacto, se sentaban los tres comerciantes españoles. Más allá, el conferencista italiano levantó la cabeza y descansó un libro en las rodillas para saludar a Ojeda. Cerca del fumadero, la madre de Nélida pareció acariciarle con sus ojos de brasa y el padre le gratificó con una sonrisa protectora.

Además, notaba que su rostro no empeoraba; aquellos diez años que el día del susto se le habían vuelto a la cara, ya no estaban allí; estaba mejor de carnes; la tirantez de las facciones y el color tomado no la sentaban mal, se veía lo que era, pero hasta parecía bien. «Efectivamente, como ser, el estado era interesante». Pero estos consuelos eran insuficientes.

El caballero de Lancia, que allí estaba, hizo la observación, que se apresuró a comunicar a Osuna, de que su hija tenía los ojos muy negros y brillantes, y que le sentaban muy bien las rosetas encarnadas que el calor le había sacado en el rostro. La noticia había producido sensación en todos.

El conserje era uno de sus criados y sabía que dos golpes de timbre significaban una visita para su señora. Las puertas se abrieron por solas ante el joven doctor. Un lacayo le cogió el gabán de sobre los hombros con tanta ligereza que apenas si lo advirtió. Otro le introdujo, sin anunciarle, en el comedor. En aquel momento el conde y la señora Chermidy se sentaban a la mesa.

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