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Ramiro adivinaba en la dirección del Sudeste, por detrás de las sierras, un agazapamiento de vendaval, pronto a lanzarse sobre la dehesa, destechando cabañas, reventando los trojes, descuajando los árboles. ¡Cuán sabrosa aquella su pereza junto a la lumbre!

Eso explica también de una manera bastante sencilla por qué su espíritu podía estar tranquilo, aunque hubiera dejado su casa y su tesoro más expuestos que de costumbre. Silas pensaba en su cena con doble satisfacción: en primer lugar sería caliente y sabrosa; en segundo lugar, no le costaba nada.

No hubo bien oído don Quijote nombrar libro de caballerías, cuando dijo: -Con que me dijera vuestra merced, al principio de su historia, que su merced de la señora Luscinda era aficionada a libros de caballerías, no fuera menester otra exageración para darme a entender la alteza de su entendimiento, porque no le tuviera tan bueno como vos, señor, le habéis pintado, si careciera del gusto de tan sabrosa leyenda: así que, para conmigo, no es menester gastar más palabras en declararme su hermosura, valor y entendimiento; que, con sólo haber entendido su afición, la confirmo por la más hermosa y más discreta mujer del mundo.

Llevaba una divisa cuyos términos heráldicos podrían servir de epígrafe y ser como el resumen de la leyenda á que damos fin: sombría, y aclarada solo por un punto luminoso, á veces más tétrico que la misma sombra: "=La Isla del Tesoro.= Es una sabrosa narración con un niño por héroe, con peripecias dramáticas y conmovedoras.

Ella le ayudaba siguiéndole el humor, no teniendo ojos ni oídos más que para él. Soledad y Antoñico charlaban mucho más quedo, pero también con más sabrosa intimidad, riendo á cada momento ella con no fingidas ganas los chistes del pícaro.

Fuéronse a comer, y la comida fue tal como don Diego había dicho en el camino que la solía dar a sus convidados: limpia, abundante y sabrosa; pero de lo que más se contentó don Quijote fue del maravilloso silencio que en toda la casa había, que semejaba un monasterio de cartujos.

El agente le recibía como se recibe a todo aquel con quien se ha hecho un negocio muy lucrativo, y haciéndole sentar a su lado dábale palmaditas en el hombro y hasta se aventuraba a contarle cualquier sabrosa cosilla de la conspiración carlista. Una mañana, al entrar en casa de Carnicero, encontró en la escalera a un coronel de ejército amigo suyo. Era D. Tomás Zumalacárregui.

Pocos mariscos unirán, como la vieira, una carne tan sabrosa a un abolengo tan ilustre. Ya, mucho antes de la Edad Media, la vieira le había servido a Afrodita, surgiendo del mar, para alisarse los húmedos y admirables cabellos. Hoy Afrodita usa peines bastante más caros; pero esto no quiere decir nada contra la vieira.

Marché resueltamente por la calle y pasé por delante de la casa a paso lento, y hasta me parece que me detuve un instante frente a ella. Era verdad; ¡qué verdad tan sublime! Allí no estaba el malagueño. La calle, desierta; las ventanas, herméticamente cerradas. Pero era necesario que me convenciese bien, que gozase plenamente de aquella grande y sabrosa verdad.

La cena no fue muy variada, pero abundante y sabrosa. Allí todo participaba del carácter sano y austero del señor de la torre. Carne y leche en dos o tres formas, y algún fruto de la tierra. Poco más o menos, como en casa de mi tío. Pero la amenidad que le faltaba a la cena por su propia sencillez, la hallábamos Neluco y yo bien cumplida en la palabra de nuestro noble anfitrión.