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No se le ocultaba al mísero que Rosa le despreciaba más a medida que iba gustando el trato del jovencito madrileño.

Doña Josefa, la hija del conde de la Monclova, siguió habitando en palacio después de la muerte del virrey; mas una noche, concertada ya con su confesor, el padre Alonso Mesía, se descolgó por una ventana y tomó asilo en las monjas de Santa Catalina, profesando con el hábito de Santa Rosa, cuyo monasterio se hallaba en fábrica.

Agregad á eso un lindo chal de listas azules atado al cuello en forma de corbata con el nudo atras, una rosa natural prendida del borde superior del corpiño, un espeso moño de hermosas trenzas ceñido por una ancha cinta negra en forma de corona, dos redes de seda negra en los brazos atadas con cintas arriba de los codos, bajando hasta los puños y dejando ver la redondez y la frescura de esos miembros, y en fin un par de botines calzando sencillamente dos piés enanos: agregad esos pormenores, digo, y tendreis completo el atavío de una paisana de Interlaken.

Y no me digas que se corre siempre el riesgo fatalísimo de abrir los ojos a la inocencia; porque te diré entonces que si el tal autor supo guardar ese prudente decoro que indiqué antes, y esa inocencia de que hablas es la verdadera inocencia del corazón, pura y santa, única que todo lo ignora, así en teoría como en práctica, preciso será que pase por aquellas páginas sin comprender lo que se dice entre líneas y coja la rosa sin sospechar que existe el estiércol.

En medio de esas ruinas, es fácil observar lo que fué aún recientemente el mismo interior de la roca. Se ven los cristales en todo su brillo: el cuarzo blanco, el feldespato de color de rosa pálido, la mica que finge lentejuelas de plata.

Los brazos cubiertos de vello negro ensortijado, lo mismo que el pecho alto y fuerte, parecían de un atleta. El Magistral miraba con tristeza sus músculos de acero, de una fuerza inútil. Era muy blanco y fino el cutis, que una emoción cualquiera teñía de color de rosa. Por consejo de don Robustiano, el médico, De Pas hacía gimnasia con pesos de muchas libras; era un Hércules.

Desde entonces, el indiano estuvo en casa de su hermano como en ascuas: temía a cada instante nuevas demandas y temía además que le faltase el rédito de lo que le había prestado. Si no fuese porque las gracias de Rosa obraban ya sobre su ser vivo y ardoroso influjo, se hubiera ido inmediatamente.

No; en los tuyos no será porque no me quieres como yo te quiero.... Ya lo verás. Ya lo veremos. El amor y la dicha de ser amada embellecían a la joven. Nunca más hermosa. Su pálido rostro tomó suaves tintas de rosa; sus labios, antes descoloridos, se encendieron, y sus negros y brillantes ojos fulguraban, húmedos y alegres. Ella, siempre tan modesta y enemiga de galas, se tornó presumidilla.

Así, que, por más que la «Rosa de la Pradera» hubiese espaldado, podado y disciplinado su propio y ya maduro temperamento, los retoños crecieron a porfía, bravíos y desparramados con una sola excepción. Esta única excepción la constituía Sofía Morfeo, de quince años de edad y que realizaba la concepción inmaculada de su madre, nítida, ordenada, y de inteligencia calma y reposada.

Los peces voladores saltaban por enjambres, se abrían en grandes abanicos de plata y rosa, volando lejos, muy lejos, en vistoso chisporroteo, arando la superficie con el arañazo de sus colas, hasta que, fatigados, volvían a sumirse en la profundidad. Cuando la proa quedaba dormida por algunos minutos, el buque parecía inmóvil, clavado en el mismo sitio.