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Actualizado: 2 de junio de 2025


Cum repeto diem, exclamaba parodiando a Ovidio, agitantur in manibus castañuelae meis. La famosa función de toros con caballeros en plaza, espectáculo nuevo en Madrid por aquel tiempo, era tratada por D. Rodriguín con la amplitud que el caso merecía. No se libraron de sus dardos los caballeros rejoneadores, ni las damas que les apadrinaron, ni los alcaldes de Corte que dirigían la fiesta.

Hasta en aquel deplorable accidente se manifestó la decidida protección que el cielo dispensaba al cortesano de 1815, apartándole de todos los peligros y allanándole los caminos todos para que llegase a donde sin duda alguna debía llegar. Por esto decía Don Rodriguín: Divisum cum Jove imperium Pipao habet.

Una mujer y un señor mayor le salieron al encuentro; pero D. Rodriguín no supo darse cuenta de lo que le dijeron, porque extenuado de fatiga y perdidas las fuerzas, se arrojó sobre un montón de ropa blanca. Dejémosle allí. El Padre Gracián estaba tranquilo en su celda escribiendo algunas cartas, cuando sintió el tumulto.

D. Rodriguín oía esto y callaba, admirando la elocuencia del buen señor; pero como las palabras carlista y liberal saliesen a relucir, tal vez impensadamente, en la perorata de Cordero, encrespose el colegial, cambiáronse serias réplicas y reticencias, y trabose al fin una disputilla que no se sabe a dónde habría parado, si Sola no ordenase el silencio para restablecer la paz.

Hallábase en lo más perplejo de su perplejidad, cuando le entró, sin duda por inspiración divina, el deseo de casarse. ¡Oh, fortunate nate! como dirían Virgilio y D. Rodriguín. ¡Quién había de decir que de sus proyectos matrimoniales le vendría la profesión de fe política que le salvó, apartándole del partido guerrero y de una causa que no triunfó entonces ni había de triunfar en lo sucesivo! ¡Ay! en un tris estuvo que personaje de tanta valía se perdiera para siempre, privando a la Administración española de sus eminentes servicios.... Es el caso que aquel desprecio con que fue recibido en Palacio afligió mucho al cortesano; la pena lo hizo reflexionar profundamente, y... no parece sino que Dios y la Santísima Virgen le tocaron en el corazón, porque desde aquel día empezó a tener presentimientos de que no triunfarían jamás las ideas absolutistas.

Subió a los desvanes, pasó por el sitio a que él y los de su pandilla nombraban chupatorium por ser el escondrijo donde fumaban, y al fin se encontró solo. Los rugidos de la plebe sonaban lejos abajo. Rodriguín, al sentirse en salvo, perdió súbitamente las milagrosas fuerzas que le habían hecho volar, y cayó sin sentido.

Tan turbado estaba D. Rodriguín, que las primeras palabras salidas de su boca fueron un latinajo incomprensible. No acertaba a pedir socorro en castellano ni a expresarse tampoco en vulgar latín.

Turbamulta sequebat guardiarum Corporis cum ban doleris, et damarum caterva inter mayordomos miscuebatur». Pintando al Rey, que en su trono presidía el acto, se expresaba Rodriguín en estos irrespetuosos términos: «Regium estafermum in throno posuerunt.

Dum tu chocolate bollisque amplificas barrigam tuam, ego meos soplabo dedos. Guarda mihi quamquam frioleritam. El que así se expresaba era un muchacho despiertísimo, nombrado Calisto Rodríguez, aunque en el colegio, sin dada por lo diminuto de su persona y por su inquietud de ardilla, nadie le llamaba sino Don Rodriguín.

Habiendo enfermado D. Rodriguín a principios de Junio, su familia le sacó del colegio. Restablecido en un par de semanas, no quiso volver a la clausura hasta no presenciar las grandiosas ceremonias de la jura de la Princesa Isabel, y las alegres fiestas de los tres días que siguieron al 20.

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