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Actualizado: 19 de junio de 2025
Me asaltó el presentimiento de que Linilla no escribía por alguna otra causa, y, a decir verdad, me creía yo culpable, y me pareció que Angelina adivinaba que la señorita Gabriela le robaba mi amor. Linilla no me quiere; Linilla no me ama; Linilla desea olvidarme, pensaba yo.
Y Rafael, para ir a casa de la cómica, se ocultaba como en su época de niño, cuando robaba fruta en los huertos; marchaba por sendas y ribazos al abrigo de los setos, y la vista de una hortelana o de un muchacho le obligaba a pesados rodeos.
Este deseo suntuario provenía de su adolescencia de guerrillero, cuando robaba zagalejos amarillos y rojos á las campesinas para confeccionarse uniformes. En París, más que la parquedad de su nutrición, le atormentaba el ir con trajes que no pertenecían á ninguna moda conocida.
Espiaba sus actos, escuchaba sus dichos, asaltaba sus dormitorios, revolvía sus equipajes, les abría los cajones, se enteraba de sus cartas y les robaba las novelas que después devoraban las otras..., porque tenían novelas y algunas profanidades más, que eran contrabando allí; y, no conformándose con esto sólo, relataba historias desvergonzadas ¡y hacía unos comentarios!
Todos los presentes, menos don Santos, convinieron en que aquello era demasiado fuerte: ¡Hombre, un Candelas!... Don Santos Barinaga gritó: No señores, no es un Candelas, porque aquel espejo de ladrones caballerosos era muy generoso, y robaba con exposición de la vida. Además, robaba a los ricos y daba a los pobres. Sí, desnudaba a un santo para vestir a otro.
En cambio, oían a los pájaros, contemplaban campo y cielo al abrir sus ventanas, no tropezaba su vista con una sucia pared a unos cuantos metros de distancia, que los robaba el aire y el azul del espacio. Isidro, con su imaginación, embellecía el barrio. Un siglo antes, era aquella parte la más hermosa de Madrid. ¿Veía Feli las praderas al otro lado del río?
Aunque entregada por completo a la vida material, no tenía el menor instinto de conservación de la fortuna, no había pensado jamás en el origen de su dinero; creía vagamente que el capital de que gozaba era una fuente inagotable que estaba en algún paraje misterioso, que no había para qué indagar ociosamente: allí, entre los papeles del tío, estaba la mina; él se quedaría con gran parte del filón; pero ¿qué importaba?, no valía la pena de echar cuentas, desconfiar, administrar por sí misma; ¡absurdo!, por lo visto había para todo; él robaba, ella también; le engañaba, y el mejor día vendrían a casa unas cuentas que le dejarían patidifuso al buen D. Nepo, pues es claro que tenía que pagarlas.
El público pareció delirar de entusiasmo. ¡Hermosa corrida! Estaba ahíto de emociones. Aquel Gallardo no robaba el dinero: correspondía con exceso al precio de la entrada. Los aficionados iban a tener materia para hablar tres días en sus tertulias de café. ¡Qué valiente! ¡Qué bárbaro!... Y los más entusiastas, con una fiebre belicosa, miraban a todos lados como si buscasen enemigos.
La hija de Valcárcel se robaba a sí misma por mano de Eufemia que, de tapadillo, traía de tiendas y plazas los mejores bocados y las chucherías más caras de la moda en materia de ropa interior, perfumes y manjares.
Las disposiciones de Fortunata y aun de la misma doña Lupe eran letra muerta. Robaba descaradamente, y su ama no se atrevía a reprenderla. Santa Cruz, que era el autor de todo aquel fregado, no sabía cómo arreglarlo, cuando su amiga le consultaba. El plan más prudente era tomar otro cuarto y despedir luego a Patricia, dándole una buena propina para que se callara.
Palabra del Dia
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