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Y un día en la casa de tu padre, en el mismo lugar donde él ha hecho tanto bien, los pobres de la aldea hallarán otro doctor Reynaud que los socorrerá como él. Y si por casualidad ese día soy todavía de este mundo, me consideraré tan feliz, ¡tan feliz!... Pero hago mal en hablar de ... No debería... yo no soy nada... En tu padre sólo debes pensar.

Madama de Lavardens quería mucho al doctor Reynaud, y un día le hizo la siguiente proposición: Enviadme a Juan todas las mañanas, y os lo devolveré todas las noches; el preceptor de Pablo es un joven muy distinguido, que hará adelantar a los dos niños, y me prestaréis un señalado servicio, doctor, pues Juan dará el ejemplo a Pablo.

Las dos hermanas, el cura y Juan salieron de la casa, y tuvieron que atravesar el cementerio para ir a la iglesia. La tarde era deliciosa. Lenta y silenciosamente los cuatro, bajo los rayos del sol poniente, caminaban por la avenida. En el camino se encontraba el monumento del doctor Reynaud, muy sencillo, pero, sin embargo, por sus proporciones se distinguía de las demás tumbas.

Por estas razones, Juan Reynaud, subteniente del 9.º regimiento de artillería, volvió en el mes de octubre de 1880 a tomar posesión de la casa del doctor Marcelo Reynaud, y por esto se encontraba en la aldea donde transcurrió su infancia y donde todo el mundo conservaba el recuerdo de la vida y la muerte de su padre.

Luego, volviéndose hacia Juan y tendiéndole la mano: ¿Cómo estáis, señor... señor... ¡bueno!... ya no me acuerdo de vuestro nombre, y, sin embargo, me parece que somos amigos antiguos... ¿señor?... Juan Reynaud. Juan Reynaud... eso es. ¡Buenas tardes, señor Reynaud! Pero lealmente os prevengo que cuando en realidad seamos antiguos amigos, os llamaré señor Juan. Es un nombre muy lindo Juan.

¿Cuándo te llevo a Longueval? . Dentro de diez días. No quieren ver a nadie, por el momento. ¿Entonces, no volverás a Longueval antes de diez días? ¡Oh! iré hoy a las cuatro. ¡Pero yo no soy nadie! ¡Juan Reynaud, el ahijado del cura! Por eso he penetrado con tanta facilidad en la confianza de estas dos preciosas mujeres; me presenté bajo el patronato y con la garantía de la iglesia.

El doctor Reynaud y el abate Constantín, que marchaban con las tropas, se detuvieron junto al herido, que arrojaba gran cantidad de sangre por la boca. No hay nada que hacer dijo el doctor; se muere, es vuestro. El sacerdote se arrodilló junto al moribundo, el doctor, levantándose, se dirigió hacia la aldea. No habría andado diez pasos, cuando se detuvo, abrió los brazos y cayó de golpe al suelo.

Os prevengo, pues, que tengo la intención de traerlo... aquí mismo, a este banco continuó, sonriendo, y hablarle, más o menos, como vos lo hicisteis con Richard. La prueba salió bien, Zuzie... sois enteramente feliz, y yo también quiero serlo. Richard, ¿Zuzie os ha hablado de M. Reynaud? , me ha dicho que de ningún hombre pensaba tan bien como de éste, pero...

El 14 de septiembre, a las siete de la mañana, los movilizados de Souvigny se reunieron en la plaza principal de la aldea; llevando por capellán al abate Constantín y por cirujano mayor al doctor Reynaud. Los dos habían concebido la misma idea, al mismo tiempo: el sacerdote contaba sesenta y dos años y el médico cincuenta.

El batallón, al partir, siguió el camino que atravesaba Longueval y pasaba ante la casa del doctor. Madama Reynaud y Juan esperaban a la orilla del camino. El niño se arrojó en los brazos de su padre: «Llévame, papá, llévameLa madre lloraba. El doctor los abrazó fuertemente a los dos, y continuó su marcha. A cien pasos de allí el camino hacía un recodo.