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Actualizado: 14 de julio de 2025
Aquella noche lloró la Regenta lágrimas que salían de lo más profundo de sus entrañas, de rodillas sobre la piel de tigre, con la cabeza hundida en el lecho, los brazos tendidos más allá de la cabeza, las manos en cruz.
De todos modos entró en el salón triunfante con su pareja... de un minuto. Tuvo tiempo suficiente, sin embargo, para participar del triunfo de Ana. Las conversaciones se suspendieron, las miradas se clavaron en la hija de la italiana. Hubo un rumor de asombro: ¡La Regenta! ¡La Regenta! ¡Quién lo diría! ¡Pobre Magistral! ¡Y qué hermosa! ¡Pero qué sencilla!... Esta exclamación fue de Obdulia.
De la cuestión personal, esto es, de los pecados de Ana, se había hablado poco; el Magistral generalizaba en seguida. «No tenía datos, necesitaba conocer la mujer». Al recordar esto sintió la Regenta escrúpulos. ¡Le había dado la absolución y ella no había dicho nada de su inclinación a don Álvaro! «Sí, inclinación. Ahora que consideraba vencido aquel impulso pecaminoso, quería mirarlo de frente.
En el gesto, en la mirada de la Regenta podía ver cualquiera y lo vieron De Pas y don Álvaro, sincera expresión de disgusto: era una contrariedad para ella la noticia que le daba la Marquesa. Por el alma de don Álvaro pasó una emoción parecida a una quemadura; él, que conocía la materia, no dudó en calificar de celos aquello que había sentido.
También se le pasó por la imaginación decir a la Regenta que era poco edificante la conducta de aquella muchacha. Pero todo era prematuro. Por ahora se contentó con despedirla con un saludo señoril, cortés, pero frío.
Ah, sí; estoy absolutamente seguro. Y siguió Quintanar hablando, hablando, sin trazas de dejarlo. La alcoba en que dormían Ana y don Víctor tenía una ventana a la galería precisamente del lado en que estaban conversando los dos amigos. La Regenta abrió de repente las vidrieras y llamó a su marido. Pero, Víctor, ¿no te acuestas hoy? Los dos amigos se volvieron.
Desarróllase la acción de La Regenta en la ciudad que bien podríamos llamar patria de su autor, aunque no nació en ella, pues en Vetusta tiene Clarín sus raíces atávicas y en Vetusta moran todos sus afectos, así los que están sepultados como los que risueños y alegres viven, brindando esperanzas; en Vetusta ha transcurrido la mayor parte de su existencia; allí se inició su vocación literaria; en aquella soledad melancólica y apacible aprendió lo mucho que sabe en cosas literarias y filosóficas: allí estuvieron sus maestros, allí están sus discípulos.
De estas sospechas no comunicó a su hijo más que lo suficiente para prevenirle contra la Regenta y sus confesiones de dos horas. No citó el nombre de Mesía. En los labios le retozaba esta pregunta: «¿Pero de qué demontres hablasteis dos horas seguidas?». No se atrevió a tanto. «Al fin su hijo era un sacerdote y ella era cristiana».
Entonces se detuvo, volvió a mirar con ahínco, dio un paso dentro de la capilla; no había nadie; estaba seguro. «¡Luego aquellas señoras se habían ido sin confesión; luego el Magistral se permitía el lujo de desairar nada menos que a la Regenta!». El Arcediano vio un mundo de intrigas que podían fundarse en este descuido del Provisor.
Para lo que servía aquel supersticioso respeto que inspiraba a Vetusta la virtud de la Regenta era, bien lo conocía él, para aguijonearle el deseo, para hacerle empeñarse más y más, para que fuese poco menos que verdad aquello del enamoramiento que le estaba contando a su amiguito.
Palabra del Dia
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