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Actualizado: 14 de julio de 2025
El Magistral, que ahora estaba rojo, y tenía los pómulos como brasas, se acercó a la Regenta, le oprimió las manos y dijo ronco, estrangulado por la pasión: ¡Ana, Ana!... Sin falta esta tarde.... Y ahora a la catedral... junto al altar de la Concepción... en frente del púlpito.... Hasta la tarde; pero vaya usted tranquilo... casi todo lo que tenía que decir... está dicho....
Esto era lo que él quería saber a punto fijo. ¿Creería en él? ¿le sacrificaría la tranquilidad de la conciencia y otras comodidades que ahora disfrutaba en su hogar honrado? Algunas insinuaciones tal vez temerarias le habían hecho perder terreno, y con ellas había coincidido el cambio de confesores de la Regenta.
Así, cuando el editor de La Regenta me propuso escribir este prólogo, no esperé a que me lo dijera dos veces, creyéndome muy honrado con tal encomienda, pues no habiendo celebrado en letras de molde la primera salida de una novela que hondamente me cautivó, creía y creo deber mío celebrarla y enaltecerla como se merece, en esta tercera salida, a la que seguirán otras, sin duda, que la lleven a los extremos de la popularidad.
No le había visto más que los párpados, cargados de carne blanca. Debajo de las pestañas asomaba un brillo singular. Cerca del lecho, arrodillada, rezó algunos minutos la Regenta.
Aquel era uno y por eso la capilla estuvo desierta hasta que llegaron las dos señoras. Visitación se confesaba cada dos o tres meses, no conocía a punto fijo los días fastos y nefastos, ignoraba cuándo se sentaba el Provisor y cuándo no. La Regenta venía por primera vez, «¿por qué no le había avisado?
Por último, y cuando ya Ripamilán asomaba la cabecita vivaracha sobre el antepecho del otro púlpito para cantar el Evangelio, el organista la emprendió con la mandilona: Ahora sí que estarás contentón mandilón, mandilón, mandilón. Los carlistas y liberales que llenaban el crucero celebraron la gracia, hubo cuchicheos, risas comprimidas y en esto vio la Regenta un signo de paz universal.
Vaya por el Magistral y el secreto de la confesión; ¡pero tocar a la Regenta! Era un imprudente aquel sietemesino, sin duda». Señores, yo no digo que la Regenta tome varas, sino que Álvaro quiere ponérselas; lo cual es muy distinto. Todos negaron la probabilidad del aserto. Hombre... la Regenta... ¡es algo mucho! El pollo se encogió de hombros. «Estaba seguro.
No estamos tal insistió Glocester, que no quería en presencia de don Fermín sostener su tesis de la escasa religiosidad de la Regenta. Tuvo habilidad para llevar la disputa al terreno filosófico, y de allí al teológico, que fue como echarle agua al fuego. Aquellas venerables dignidades profesaban a la sagrada ciencia un respeto singular, que consistía en no querer hablar nunca de cosas altas.
Media hora después llegaban a la estación en que dejaban el tren para tomar a pie la carretera que los conducía a las marismas de Palomares. Don Víctor despertó asustado, gracias a un golpe que le dio en el hombro Frígilis. Había soñado mil disparates inconexos; él mismo, vestido de canónigo con traje de coro, casaba en la iglesia parroquial del Vivero a don Álvaro y a la Regenta.
Cuando le dirigía estas preguntas lisonjeras, don Álvaro inclinaba la cabeza y miraba con gesto compungido a la Regenta como diciendo: «¡Por usted, por el amor que la tengo estoy yo en este miserable rincón!». Usted es de la madera de los ministros.... Oh... don Víctor... no crea usted que eso me halaga.... ¡Ministro! ¿Para qué?
Palabra del Dia
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