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Esperaba con impaciencia la hora de la salida cotidiana al patio, y volvía de ella más sombrío que antes. Pedía libros, rechazaba los alimentos de la prisión, hacía que le llevaran otros de fuera. Apenas se encontró delante de Ferpierre, le dijo con mal reprimida impaciencia: ¿Más interrogatorios? ¿No quiere usted por fin reconocer la verdad?

Mario se sentía turbado por esta actitud, sin entender por completo lo que significaba. No se le mandaba cerrar la puerta, ni escribir los sobres de las cartas, ni que las acompañase hasta casa de unas amigas, ni se le daban encargos para la calle. Cuando doña Carolina rechazaba cualquiera de sus servicios el inocente exclamaba: ¡Pero, mamá, no tiene usted confianza conmigo!

Te juro que Fernando de Carvajal no será nunca el hermano político de Carlos Broschi. No te casarás, pues, con Isabel; te niego mi consentimiento. ¡Ah! padre mío; ella también me niega su mano. Tanto mejor: estamos, pues, de acuerdo. Y, en efecto, ¿qué esperanza podía conservar el desgraciado joven, colocado entre su padre que se oponía a su enlace, y su prometida que rechazaba esta unión?

»Carlos, con toda la efusión y el calor de una verdadera amistad, combatió semejante proyecto; pero Teobaldo rechazaba todas sus objeciones con la calma y sangre fría de un hombre cuya resolución es inquebrantable; pero como nosotros insistiésemos, exclamó: »¿Dirán ustedes, acaso, que no tomo ese partido por ambición? Carlos, ¿no soñaste que yo llegaría a las primeras dignidades de la Iglesia?

Pero lo que triunfó en toda la línea fue nuestra sociabilidad, debido, principalmente, al raro tacto de Magdalena en llevar la conversación, haciendo por todas las preguntas e imprimiendo en todo una naturalidad que rechazaba cualquier idea de disimulo, por parte nuestra, de manera que hablamos de nosotros mismos, de nuestras esperanzas, del viaje, del tiempo, y unos de otros; de todo, menos del bueno del paralítico y de nuestra amable patrona.

Aquel riente espectáculo, que parecía impregnado de la gracia y la alegría de mi Gloria adorada, perdió de pronto su encanto. Nada me decía. Su vida no era la mía. El espíritu de belleza vivo y ardiente que lo animaba rechazaba el mío, serio y contemplativo.

Tanto repugnaba esto a Pepe, dadas sus ideas, que no le era posible atribuir a su hermano tamaña obcecación, suponiendo que, si únicamente el celo le impulsara, debía moderarlo con afectos más terrenales, pero no menos puros. Su entendimiento rechazaba la posibilidad de que existiera hombre capaz de apenar a sus padres por dar lustre a la religión.

Bonis se había encerrado en su alcoba, ya que su mujer rechazaba enérgicamente las expansiones del futuro padre, que hubiera deseado vivamente saborear en santo amor y compaña de su esposa las delicias de la inesperada y bien venida noticia que acababa de darles D. Basilio.

Pero lo que no olvidaba, era la idea de que nadie había en la tierra que estuviera dispuesto a compartir sus penas conmigo y que estaba reducida a misma y a mis libros, hasta el día en que se me encontrara bastante madura para participar de la existencia de los vivos. Y más y más, me sumergía en los tesoros de los poetas, ninguno de los cuales me rechazaba de su más íntimo santuario.

Vivía aún y la enfermedad parecía haber hecho un alto, lo mismo que un viajero descansa en una posada para continuar con mayor vigor al día siguiente. Germana estaba siempre débil durante el día, febril y agitada al aproximarse la noche. El sueño le negaba sus favores, su apetito era caprichoso y rechazaba los platos con disgusto desde el momento que los había probado.