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Actualizado: 5 de junio de 2025


Suman los cargos doscientos Y sesenta mil escudos. ¿No más? Es poco. No creo Que tal reino en todo el mundo Se haya ganado con menos. Yo se lo voto á los diablos: Y que sustento y dinero se quitaba á cuchilladas. También traigo yo papel: Vayan, vayan escribiendo. Memoria de lo que tengo Gastado en esta conquista, Que me cuesta sangre y sueño, Y algunas canas también.

Aquel día empezó de los buenos y concluyó siendo de los peores. Por la mañana había cumplido admirablemente; estuvo muy suelta de lengua y de manos, haciendo garatusas y dando brincos en cuanto la señora le quitaba la vista de encima. Semejante fiebre era señal de próximos trastornos. En efecto, por la tarde dividió en dos la tapa de una sopera, y desde entonces todo fue un puro desastre.

Y su fisonomía de león no expresaba desaliento ni triunfo; no daba esperanza, ni la quitaba. La ciencia había hecho todo lo que sabía. Era un simulacro de creación, como otros muchos que son gloria y orgullo del siglo XIX. En presencia de tanta audacia la Naturaleza, que no permite sean sorprendidos sus secretos, continuaba muda y reservada. El paciente fue incomunicado con absoluto rigor.

Apartóse el consejero; siguió adelante el paseo; pero fue tanta la priesa que los muchachos y toda la gente tenía leyendo el rétulo, que se le hubo de quitar don Antonio, como que le quitaba otra cosa.

Era una muchacha de pocas carnes, morena también, de nariz un poco larga, boca pequeña, ojos negros expresivos y hermosa cabellera, cuyos rizos le caían por la frente en gracioso desgaire. Á esto contribuía el que la joven, ó por coquetería ó por distracción, no quitaba la mano de ellos atusándolos, retorciéndolos, martirizándolos sin tregua, lo mismo cuando hablaba que cuando escuchaba.

Raimundo, en pie, allá en el extremo de una de las mesas, no quitaba ojo a su amada, que iba y venía de un sitio a otro previniendo los deseos de aquellos invitados a quienes más deseaba complacer. De vez en cuando le enviaba una imperceptible sonrisa de inteligencia que transportaba al joven al séptimo cielo.

La de Candore, que no quitaba los ojos de su hijo, notó su visible turbación y su frente se arrugó con un fruncimiento imperceptible. ¿Vas a acompañar a Blanca, hermano? Ciertamente, querida Hermancia. ¿Vienes, pequeña? Blanca presentó la frente a su madre y dijo a Raúl amenazándole con el dedo: A ti no te doy un beso.

Cuando al ofertorio estábamos, ninguna blanca en la concha caía que no era dél registrada: el un ojo tenía en la gente y el otro en mis manos. Bailábanle los ojos en el caxco como si fueran de azogue. Cuantas blancas ofrecían tenía por cuenta; y acabado el ofrecer, luego me quitaba la concheta y la ponía sobre el altar.

Pero el molimiento del cuerpo le hacía apetecer las gruesas y frescas sábanas, y omitió la letanía, los actos de fe y algún padrenuestro. Desnudóse honestamente, colocando la ropa en una silla a medida que se la quitaba, y apagó el velón antes de echarse.

Y al mismo tiempo le sonreían y celebraban con palabras dulzonas sus progresos universitarios, como si temieran malquistarse con él. La excelente salud de la dama parecía burlarse de los pensamientos egoístas de su familia. Aquella enamorada de la limpieza se quitaba de encima los años con igual facilidad, según ella, que sacudía un polvo ilusorio de todos los rincones de su casa.

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