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Actualizado: 22 de junio de 2025
Por lo cual, deseosa de exasperarle y provocar la ruptura definitiva, le dijo con gran sorna: ¿Estás pensando en comprarme la Casa de la Moneda? Don Quintín, seducido por aquella idea de sabrosa venganza, miró a su querida, gozándose de antemano en la sorpresa que había de causarle y, tras larga pausa, habló tranquilo y sonriente: ¡Parece mentira qué repoquísimo olfato tenéis las hembras!
En parte mintiendo, en parte diciendo verdad, Carolina resolvió asegurar la adquisición que acababa de hacer. Mezcló en sus frases lo cierto con lo calumnioso, y procuró apartar a don Quintín de Mariquilla, haciéndole creer que le consideraba capaz de la mayor generosidad y lleno de ardimiento para los dúos amorosos. Vamos, ¿qué hacía aquella... desdichada? tornó a preguntar don Quintín.
Don Quintín se relajó en el cuidado y vigilancia de Cristeta, quien, a decir verdad, no lo sentía, porque mientras estaba con don Juan, para nada se acordaba de su tío y éste, prescindiendo de su sobrina, como en justa reciprocidad, siempre andaba en busca o en espera de Mariquita.
Don Quintín estaba sirviendo de aquello que dijo la portera al caballero de los muebles, luego éste dispondría que le llevasen los trastos a su casa, y sobre tal fundamento se le ocurrió al viejo la idea de engatusarla con esperanzas.
El pobre amanuense de Castro Pérez, herido y lastimado por la murmuración villaverdina; un pobre estudiante, recién salido de aulas, favorecido por los elogios de don Quintín Porras, y llevado a Santa Clara por las recomendaciones de un maestro de escuela, de un médico a la antigua, sin fortuna ni fama, y de un mendigo franciscano.
En ocasiones nos sacaba los colores al rostro. Ganas daban de contestarle con un revés o con un insulto atroz; pero Quintín tenía siempre una sonrisa, un chiste, una frase cariñosa para calmar la tempestad. Paraba el golpe, y no había más remedio que tomar a broma el incidente, reir, dar un abrazo a quien momentos antes hubiéramos estrangulado de muy buena gana, y seguir oyéndole.
Tan vanidoso es el hombre, que la palabra querida sonó en los oídos de don Quintín como una música deliciosa. Luego, por la cuenta que le traía, convenció a su mujer de que a Cristeta le era indispensable vivir sola. Ambos viejos, medio en serio, medio en broma, la llamaron descastada, ingratona y mala cabeza; pero se conformaron, quedando resuelto que a nadie dirían su paradero.
En seguida sacó la chica un caramelo que llevaba oculto entre los pliegues del corpiño, le quitó el papel, se lo llevó a la boca, hizo como si quisiese y no pudiese partirlo con los dientes, y, por último, se lo presentó, húmedo todavía, a don Quintín, diciéndole: Pártalo usted y deme la mitad. El estanquero no pudo más.
Se propuso que don Quintín no saliese a provincias con Cristeta, y he aquí cómo lo consiguió. Una tarde en que su amada no tenía ensayo, fue a la puerta del teatro, esperó a que saliesen las coristas, y siguió de lejos a una con quien en otro tiempo tuvo una aventurilla, y de la cual, por haberse mostrado generoso y conocerla bien, podía fiarse.
Distribuyóse todo convenientemente entre el mostrador y la anaquelería; sentóse Juana detrás del primero, muy grave y emperejilada; colocó Simón sobre la puerta principal, y mirando a la plaza, un letrero verde en campo rojo, que decía: Abacería de San Quintín,
Palabra del Dia
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