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A fuerza de inteligencia y diplomacia había logrado Timoteo que D.ª Carolina le invitase a la boda. Por cierto que este rasgo de generosidad le valió un disgusto. Su hija menor armó la de San Quintín al enterarse, profiriendo tan pesadas palabras que la buena señora se vio necesitada a zanjar la cuestión por el método usual, con un par de pellizcos. La niña puso el grito en el cielo.

, al señor del entresuelo le conozgo yo: es alto, flaco, viejo, de bigote recio dijo Carola detallando las señas de don Quintín. La portera comenzó a negar moviendo la cabeza. ¿Cómo que no?

Luego que hubo invertido la fabulosa cantidad en lazos, cosméticos, afeites y menjurjes, pidió más, exigiéndolo con tal imperio que don Quintín, de un lado sujeto al hechizo de su Circe, y de otro confiado en que tenía por banquero a don Juan, determinó ir a su casa y darle un fenomenal sablazo. Allí no fue Troya, pero fue la gallina de los huevos de oro.

Luego, mediante encargo que confió a un diputado amigo suyo, el cual hizo minuciosas gestiones, supo que la nueva madriguera estanqueril de don Quintín estaba en la poco aristocrática calle de la Pingarrona, y allí imaginó ir a buscarle; pero pensándolo mejor, mandó a su ayuda de cámara, el inapreciable y fiel Benigno, que volvió con más noticias que un corresponsal del Times.

Las burlas de su amor eran muchas y frecuentes: las veras, escasas y tardías; de suerte que don Quintín pasaba, no las de Caín, sino las de Tántalo; pero era tal su pasión, que con un apretoncillo cada cuatro o seis días, con un abrazo de cuando en cuando, tenía bastante para seguir entusiasmado.

Y también decían que don Juan, el querido o novio, lo que fuese, de tu sobrina, era quien había encargado a la María que te hablase y te marease para mientras tanto quedarse solo con la tiple. En fin, distraerte para que no estorbases. Mira que si hubiese sido verdad... ¡bonito papel! Ante tan cruda y horrible revelación, faltó poco para que don Quintín se enfureciese.

Y no era lo malo que doña Frasquita hiciese medias, sino que luego se las ponía. ¡Qué diferencia entre aquellas groseras fundas de algodón, con que cubría sus escuálidas piernas, y las mallas que apretaban y contenían los bien formados encantos de Mariquita! ¡Oh amor, cómo pusiste al pobre don Quintín! ¡Desde la guerra de Troya no había hecho la pasión tan cruel estrago en un hogar como lo hizo en aquel estanco!

No dijo, pues, don Quintín ninguna majadería cuando admitió la posibilidad de que aquellos primores de que se componía el gabinete pasaran, andando, y tal vez volando el tiempo, a manos de Carola, quien se alegró tanto con esta esperanza que siguió largo rato acariciándola, y aun ideando traza con que anticiparla.

Luego que don Quintín se quedó solo en el gabinete, sacó de bajo la capa una botella de Jerez barato y tres o cuatro paquetes: en uno traía jamón en dulce, en otro pasteles y aceitunas, en el último y más voluminoso, una rosca para Carola, que tenía buenos dientes, y para él un panecillo bajo, todo miga.

A don Quintín se le ocurrió una idea portentosa: pareciole que no cabía más en cerebro humano. Aquel hombre que se había burlado de él, le estaba facilitando el camino de la más sabrosa venganza. Otra era la que él tenía pensada; pero, pues las cosas venían rodadas... ¡también aquélla! Don Juan continuaba diciendo: ¿No está usted quejoso de ella, no se ha portado con usted indignamente?