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Un momento después, sin embargo, pareció que los fantasmas fueran de naturaleza más condescendiente que lo que pretendía el señor Macey, porque de pronto se vio la figura pálida y flaca de Silas Marner. De pie entre la luz cálida de la pieza, no profería palabra, pero giraba por la asamblea la mirada de sus ojos extraños y sobrenaturales.

Ben-Tovit, animado por las exclamaciones de compasión que profería de vez en cuando su vecino, daba a su rostro una expresión de sufrimiento, cerraba los ojos, balanceaba la cabeza, gemía, mientras de las profundas simas de la montaña y de las llanuras lejanas ascendía la obscura noche, que parecía deseosa de ocultar al cielo el gran crimen que se acababa de cometer sobre la tierra.

¿Dónde están los pollos de Entralgo y de Villoria? profería riendo á carcajadas. Hace ya mucho tiempo que no oigo su pío pío. ¿Andan de rama en rama los pajaritos ó están todavía en el nido esperando á que su madre los cebe?... Dicen que los espanta el milano... ¡Cua! ¡cua! ¡Corred, corred, pollitos, que allá va el milano!... ¡Cua! ¡cua!

Uno de aquellos barbianes se divertía en tirar aceitunas a Concha la Carbonera, que, lastimada en la cara, profería insultos atroces, entreverados de blasfemias. No me tirarás una monea de sinco duros, grandísimo arrastrao, dao pol tal. ¿A que ? Párala en la boca. Y le arroja con tal ímpetu una moneda que si no baja la cabeza la descalabra.

Y cuando se le ocurría al coadjutor, predicando a los feligreses en el ofertorio de la misa, decir: «Nosotros los párrocos tenemos el deber, etc.,» D. Miguel, desde su rincón donde oía la misa, profería en voz bastante alta para que le oyeran los que estaban a su alrededor: «¡Párroco yo! ¡párroco yo

Nélida, por un brusco cambio de su carácter tornadizo, hablaba ahora con tristeza y miedo. Contaba los días que faltaban para la llegada a Buenos Aires. ¡Cuán pocos eran!... Recordaba a su hermano mayor, el rudo estanciero, que en las últimas cartas enviadas a Berlín profería contra ella terribles amenazas, comentando las denuncias que le había dirigido el hermano pequeño.

Era de ver, segun afirman algunos, las animadas conversaciones que esta infeliz señora, tenia con el cadáver de su esposo; conversaciones que aumentaban mas su delirio, y que en lugar de aliviarla, la agravaban. «Por qué no me respondeis, Felipe? le decia: callais!... todavia me sereis infiel!...» Estas palabras proferia á su marido, y otras que causaria lástima escucharlas.

Las censuras severas, que su buen juicio le dictaba, salían de sus labios neutralizadas ya por la sonrisa y por la blanda languidez del acento con que las profería, y acababan de perder todo su valor, convirtiéndose en apasionadas muestras de gratitud, merced a las miradas cariñosas con que las acompañaban sus ojos. Doña Luz distaba mucho de ser vana, y distaba más aún de ser codiciosa.

Ya no vió agitarse á los pigmeos en torno de sus extremidades, como si fuesen mudos y sólo hablasen por señas; hasta de los términos más apartados del edificio le llegaron olas rumorosas semejantes á los murmullos que agitan los bosques, distinguiendo en ellas las palabras ininteligibles que profería su numerosa servidumbre.

Sintió Ojeda cierto remordimiento ante este llanto. ¿Por qué lloraba?... Y ella, como si se avergonzase de su emoción, profería balbucientes excusas. No sabía por qué lloraba... Pero era tan feliz, ¡tan feliz!... Un ruido de pasos despegó sus bocas instantáneamente, y cogiéndose del brazo, continuaron su paseo con afectada indiferencia.