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Pero volvamos a nuestra nave, cuya tripulación, a pesar del grito de los australianos, que aún resonaba en el espacio como una fúnebre amenaza, se preparaban a la pesca. La nave estaba fuertemente anclada, como ya hemos dicho. Había puesto la proa mirando a la boca de la bahía, dispuesta, en caso de peligro, a abandonar aquellos parajes.

Mientras, Ojeda, desde el mirador de proa, contemplaba la muchedumbre aglomerada en las bordas, ansiosa de ver cuanto antes la deseada ciudad. Una mujer, alborotado el pelo y enrojecidos los ojos, gemía a un lado del combés.

Se despegó el vaporcito, alejándose con violento y grotesco cabeceo, semejante a los traspiés de un beodo. El Goethe, con el práctico en el puente, aceleró su marcha, poniendo la proa rectamente a Montevideo. Empezaron a surgir rosarios de luces entre las masas de sombra de la costa.

A proa y a popa se alzaban sendos palos, formado cada uno de ellos por tres bambúes unidos en lo alto y separados en la base; pero sin antenas, vergas ni cordaje, que no necesitaban, por lo demás; porque las velas de los barcos papúes no se despliegan de alto a bajo, sino al contrario; y para ejecutar esta maniobra basta una cuerda en la punta del palo.

La proa era para «los latinos»: españoles, italianos, portugueses, franceses, árabes, judíos del Mediodía y hasta egipcios. Nadie podía adivinar el latinismo de estas últimas gentes; pero así los había encasillado la comisaría.

Y cuando la pieza blanca caía en el abismo, el nadador iba a su alcance con la cabeza baja y las manos juntas en forma de proa, dejando la piragua balanceante detrás de sus pies con el impulso del salto. El cuerpo bronceado tomaba una claridad de marfil en el cristal verde de las aguas removidas.

Iba armada a proa de una especie de espolón de madera pacientemente esculpido, y la popa era altísima, y de forma como de escala. Las dos canoas apareadas que constituían, como se ha dicho, la embarcación, estaban trabadas entre por una especie de pasarela cubierta de un colgadizo de hojas sostenido por una ligera armadura.

¡Oh, gallardas arboladuras, velas blancas, fragatas airosas con su proa levantada y su mascarón en el tajamar! ¡Redondas urcas, veleros bergantines! ¡Qué pena me da el pensar que vais a desaparecer! ¡Amable sirena, que te levantabas sobre las olas azules para mirarnos con tus ojos verdes, ya no te verán más! ¡Oh, días de calma! ¡Oh, momentos de indolencia!

Mira, dijo Tragomer, el yate vira de bordo y echa al agua la lancha de vapor... Han comprendido el peligro y vienen á nosotros. La lancha embarcó sus hombres y se deslizó rápida sobre las ondas. La distancia que la separaba de tierra disminuía visiblemente. Ya la vista experimentada de Tragomer distinguía á Marenval sentado en la proa.

A popa, el mar libre quedaba casi oculto detrás de unas islas peñascosas con faros en sus cumbres. Frente a la proa, la bahía enorme estaba enmascarada por el avance de pequeños cabos que parecían cerrar el paso.