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En último término, el castillo de proa, espacio triangular que tenía en su vértice un pequeño mástil para la bandera de la Compañía cuando el buque entraba en los puertos. Y en este triángulo, ocupado por los cabrestantes a vapor que elevaban o descendían las anclas, también abrían los ventiladores sus tentáculos respiratorios, sus bocas de serpentón ávido de oxígeno.

41 Pero dando en un lugar de dos aguas, hicieron encallar la nave; y la proa, hincada, estaba sin moverse, y la popa se abría con la fuerza del mar. 42 Entonces el acuerdo de los soldados era que matasen los presos, para que ninguno se fugase nadando.

El sol, rojo y recortado cual enorme oblea, trazaba sobre el mar un triángulo de fuego y las aguas hervían como si reflejasen un incendio. Antonio empuñaba el timón, el compañero estaba junto al mástil y el chicuelo en la proa explorando el mar. De la popa y las bordas pendían cabelleras de hilos que arrastraban sus cebos dentro del agua.

Esto alegró mucho a Marcial, que junto con otros viejos marineros en el castillo de proa, disertaba ampulosamente sobre el próximo combate. Tal sociedad me agradaba más que la de mi interesante tío, porque los colegas de Medio-hombre no se permitían bromas pesadas con mi persona.

Cuando no reinaba calma, la ventolina soplaba por la misma proa. ¡Parecía cual si el islote se resistiera á dejarnos libre aquel difícil paso en medio del cual se levanta!

Y sin plegar casi el trapo, embestimos la playa, clavando la proa en la arena. ¡Señor, qué modo de trabajar! Aún me parece un sueño cuando lo recuerdo. Todo el pueblo se tiró sobre la barca, la tomó por asalto: los chicuelos se deslizaban como ratas en la cala. ¡Aprisa! ¡Aprisa! ¡Que vienen los del gobierno!

Sus brazos amarillos pasaban enormes fardos de las bodegas de proa y de popa a las chatas embarcaciones. Esta operación iba a prolongarse hasta la madrugada. Además de las mercancías, había que echar a tierra el enorme bagaje de la compañía de opereta: cofres de vestuario, decoraciones, equipajes de los artistas. Al entrar en su camarote, Ojeda experimentó la sorpresa de la inmovilidad.

Volví los ojos a todos lados, y no vi más que las olas que sacudían los restos del barco; en el cielo ni una estrella, en la costa ni una luz. La balandra había desaparecido también. Bajo mis pies, que pataleaban con ira, el casco del Rayo se quebraba en pedazos, y sólo se conservaba unida y entera la parte de proa, con la cubierta llena de despojos.

Había momentos en que, aplanándose el mar, parecía que el navío iba a hundirse para siempre; pero inflamándose la ola como al impulso de profundo torbellino, levantaba aquél su orgullosa proa, adornada con el león de Castilla, y entonces respirábamos con la esperanza de salvarnos.

El pobre compañero se revolvía como una lagartija, tendido en la proa, tentándose la pierna rota, lanzando alaridos y pidiendo por todos los santos un trago de agua: ¡para contemplaciones estaba el tiempo! Nosotros fingíamos no oírle, atentos únicamente a nuestra faena, separando el cordaje y atando a la antena la vela de repuesto, que izamos a los diez minutos. El patrón cambió el rumbo.