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Actualizado: 14 de julio de 2025
Al hacerse de noche izamos la vela de la ballenera y comenzamos a navegar hacia el norte. El capitán quería apartarse del derrotero habitual y desembarcar en alguna de las Canarias.
Después pensamos en lo que haríamos con el queche. Abandonarlo allí era dejar un indicio de dónde habíamos desembarcado. Llevamos el queche hasta un extremo del arenal; había en aquel instante algo de viento; izamos los foques y la cangreja, atamos la caña del timón y empujamos el barco metiéndonos en el agua.
El pobre compañero se revolvía como una lagartija, tendido en la proa, tentándose la pierna rota, lanzando alaridos y pidiendo por todos los santos un trago de agua: ¡para contemplaciones estaba el tiempo! Nosotros fingíamos no oírle, atentos únicamente a nuestra faena, separando el cordaje y atando a la antena la vela de repuesto, que izamos a los diez minutos. El patrón cambió el rumbo.
Al mismo tiempo mandó botar la ballenera, la izamos tirando de las cuerdas, y la bajamos al mar por el lado contrario adonde se encontraba el inglés. Se ató la rueda del gobernalle de El Dragón. Tristán, el de la cicatriz, dijo al teniente que, si no le parecía mal, iba a abrir un boquete al barco. El capitán no replicó.
Palabra del Dia
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